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    Las 25 mejores películas románticas, según la crítica

    ¿Buscas plan para San Valentín? Recopilamos los mejores títulos para ver en pareja.

    Lost in translation

    Hay historias de amor –platónico- que nunca se consuman pero que, sin embargo, te dejan con una sonrisa tonta en los labios. Lost in translation es un buen ejemplo. El romance entre los personajes de Bill Murray y Scarlett Johansson se cuece a fuego lento y casi de forma imperceptible. Tanto para ellos como para el espectador. Pero ¡zas! en el último momento suena el “Just Like Honey” de The Jesus And Mary Chain, Murray susurra en el oído de Johansson, se besan, y todo cobra sentido. Xavi Sánchez Pons

    Eduardo Manostijeras

    Antes de que Tim Burton se perdiera en títulos que parecen una parodia de sus grandes obras, firmó películas tan bestiales como Batman –sí, Zack Snyder aún tiene mucho que aprender-, Bitelchús, Ed Wood o, claro, su mejor película: Eduardo Manostijeras. Una revisión del mito de Frankenstein en versión teenager (con cuchillas en vez de dedos) que servía tanto para pisotear la Norteamérica de colores pasteles y caras falsamente amables como para construir un maravilloso romance entre dos outcasts de la sociedad. Las fantasías, entre retorcidas e ingenuas, de Burton se mecían entre la hipertrofia narrativa y el terror genérico, para que al final no fuera ni uno ni lo otro. Sino un mundo propio maravilloso que no dejamos de echar de menos. Alejandro G. Calvo

    Brokeback Mountain

    Ang Lee dialogando con el melodrama clásico y estoico de Douglas Sirk. Una historia de amor llena de sensibilidad pero también de fatalidad entre dos vaqueros que hace poco más de diez años rompió, felizmente, un montón de tabús e ideas preconcebidas sobre el amor entre hombres del mismo sexo. Basada en un relato corto de Annie Proulx, Brokeback Mountain se beneficia de unos Jake Gyllenhaal y Heath Ledger entregadísimos. Es más, ambos estuvieron nominados a los Oscar (estatuilla que acabó cayendo en las manos de Philip Seymour Hoffman por Truman Capote) Xavi Sánchez Pons

    Atrapado en el tiempo

    Reconozcámoslo: hasta 1993 no teníamos ni idea de que la responsable de que el frío invernal se alargara era una marmota llamada Phil residente en el pueblo de Punxsutawney (Pensilvania). Démosles las gracias entonces tanto al desaparecido Harold Ramis -¡te añoramos!- como a ese icono de la cultura pop llamado Bill Murray. Atrapado en el tiempo es uno de los mejores ejemplos de cómo la vanguardia cinematográfica le cuela un golazo al mainstream sin que nadie se dé cuenta. Fantasía, comedia, romance y redención humanística –tampoco estamos lejos de Los fantasmas atacan al jefe, el cine lleva años tratando de reformar a Murray- en un hit comercial que acabaría haciendo historia. Alejandro G. Calvo

    50 primeras citas

    En el mismo año, 2004, en el que Adam Sandler protagoniza 50 primeras citas, de Peter Segal, también aparecerá en Spanglish, de James L. Brooks. Dos comedias románticas muy diferentes, no solo por el resultado final –la segunda es infumable- sino por la forma de abordar el género. La película de Segal, segunda colaboración entre actor y director tras Ejecutivo agresivo, y antes de la tercera y última, El clan de los rompehuesos, obedece a un esquema muy clásico y simple en el que el típico chico-conoce-chica y demás variaciones a partir de ahí se rompe con un hecho: Lucy (Drew Barrymore) olvida cada mañana lo que ha pasado el día anterior, por lo que Henry (Sandler), quien por fin ha encontrado en ella una mujer que en realidad le importa, deberá cada día volver a enamorarla; aunque en verdad no sirve, en principio, de mucho. Sí, es un Atrapado en el tiempo en clave de comedia romántica. Pero lejos de la mera utilización de la repetición ‘de la marmota’, lo que resulta interesante en la película de Segal es como sirve para ir construyendo los lazos de los personajes y hacer avanzar la acción desde una supuesta imposibilidad de continuidad. Sandler y Barrymore trabajaron juntos en El chico ideal, de 1998, dirigida por Frank Coraci, y en 2014 volvieron a coincidir en Juntos y revueltos, también de Coraci, diez años después de 50 primeras citas, la cual se sitúa en medio de una primera película muy simpática y llena de encanto y una mediocridad que intentaba recuperar a la pareja como vehículo comercial sin conseguir ninguno de sus propósitos. La película de Segal, superior a ambas, consigue que ambos actores tengan la frescura de la primera, así como la madurez que deberían haber mostrado en Juntos y revueltos pero de la que carecen. En 50 primeras citas funcionan a la perfección, cada uno en su papel pero en una comunión perfecta entre ambos con la que consiguen que la película se asiente en dos personajes que a pesar de lo tópico de su construcción acaban teniendo fuerza y personalidad. 50 primeras citas destaca, en su componente de comedia romántica, en el carácter humanista de todos los personajes. Quizá no consiga tener el mismo tempo cómico a lo largo de su metraje, incluso que llegado el final se introduzca por un cierto drama que se impone por encima de la comedia, pero lo cierto es que avanza con gran agilidad y ritmo para mostrar que en eso llamado amor es necesario el recordar, día a día, lo que una persona significa para el otro. Y lo hace mediante la necesidad, dado el olvido, de que el personaje de Henry tenga que esforzarse para, al final, gracias a su amor hacia Lucy, imponer sus sentimientos a la pérdida de memoria. Como historia de amor, 50 primeras citas funciona a la perfección, quizá incluso por encima de su carácter de comedia. Pero en conjunto, una película que desde la sencillez de su planteamiento logra crear un discurso algo complejo sobre las relaciones de pareja. Israel Paredes

    El hombre tranquilo

    Para ser un tipo de lo más duro, capaz de tirar piedras a John Wayne en mitad del rodaje o de humillar en el póker a Ward Bond, lo cierto es que el cine de John Ford (no sólo los westerns) es tremendamente romántico –aunque este amor vaya marcado por los vínculos de amistad o por la devoción por el oficio (militar, generalmente)-. Quizás harto de que dijeran que Hawks era el rey de la comedia romántica, Ford decidió sacarse esta totémica masterpiece donde la topografía de los personajes es tan importante como la propia historia de amor. Y es que si todas las comedias románticas se resolvieran con peleas a puñetazos de quince minutos arreglábamos la mitad de las películas de Ryan Gosling (o Matthew McConaughey). Alejandro G. Calvo

    Two Lovers

    Con sus tres primeras películas, James Gray había demostrado un talento excepcional a la hora de manejar los mimbres del género policíaco. A priori, Two Lovers parecía un giro en su filmografía, pero esta variación libre de las Noches blancas de Dostoievski acabó resultando otra cosa, mucho más reveladora: a través de la historia de Leonard (Joaquin Phoenix), un hombre demolido que se divide entre la pasión voluble de su vecina Michelle (Gwyneth Paltrow) y la ternura estable que le ofrece Sandra (Vinessa Shaw), comprendimos finalmente que la esencia del cine de Gray no estaba en el humo de la pistola recién descargada, sino en el espeso aire que se respira en las habitaciones que transitan unos personajes acorralados por sus circunstancias. Por eso, este es un drama romántico que se sufre como un thriller, cerrándose con un final patético y desolador, que anuncia otra historia: aquella que cuentan todas esas películas que introducen la cámara en la crisis de los infiernos domésticos. Gerard Casau

    La fiera de mi niña

    Fracaso comercial en su momento, 1938. Quintaesencia de la screwball comedy a partir de su reivindicación en 1960. Katharine Hepburn, veneno para la taquilla a finales de los años treinta. Katharine Hepburn, una de las grandes damas –junto a Carole Lombard, Irene Dunne, Barbara Stanwyck y Jean Arthur– de la comedia clásica de Hollywood se mire por donde se mire. El tiempo, en algunos casos, siempre hace justicia. La fiera de mi niña es algo así como el manual de la comedia alocada, romántica, traviesa, arrebatada y fantástica: huesos de animales prehistóricos, leopardos en plena civilización, perros juguetones, cazadores que imitan el rugir de los felinos, aristócratas festivas sin nada mejor que hacer, siquiatras que pierden la razón, policías superados por las circunstancias, gafas de pasta como las de Harold Lloyd, cabezas humanas atrapadas en cazamariposas… Y claro, Hepburn & Grant, una pareja que se entendió siempre a la perfección a las órdenes de Howard Hawks o a las de George Cukor (La gran aventura de Silvia, Vivir para gozar e Historias de Filadelfia, otros tres hitos mayúsculos de la comedia romántica pero acre). La fiera de mi niña, muy hawksiana aunque no va de profesionales en peligro (aviadores, sherif, corredores de coches, cazadores de fieras vivas), acaba bien: chica encuentra chico, chica pierde chico y, tras una larguísima y apabullante carrera de obstáculos, chica reencuentra (y caza literalmente) chico. Acaba bien porque la pareja se queda junta, pero la última imagen es devastadora: el monumental esqueleto de brontosauro que el introvertido paleontólogo Grant lleva reconstruyendo durante años, diríase que siglos, queda completamente destrozado mientras Hepburn pende de las alturas. Hawks prefiere el caos al orden, y esta última imagen vale por toda una filmografía. Quim Casas

    El apartamento

    Billy Wilder era el rey de la comedia romántica de tintes sórdidos: Sabrina, Bésame, tonto, Arianne, Con faldas y a lo loco… ¿Acaso no son desesperadamente románticas las film-fatale El crepúsculo de los dioses y Perdición? Ah, el amor. Nos lleva hasta fantasías tan pérfidas como la de este triste burócrata con bombín que cede su apartamento para que su jefe –tipo abyecto- se acueste con su amor platónico –chica de ensueño-, menos mal que al final pasa lo improbable (por eso es una ficción): gana el amor. Para ver comiendo espaguetis. Alejandro G. Calvo

    Dos en la carretera

    “¿Qué clase de personas son las que se pasan horas sin tener nada que decirse? Los matrimonios”. Con estas dos líneas de diálogo podría resumirse el arco narrativo de esta devastadora historia de amor firmada por Stanley Donen y con Audrey Hepburn y Albert Finney como protagonistas. Porque Dos en la carretera es la historia de un matrimonio que, según la tendencia de esos años a la que también se sumaron Bergman, Antonioni o Rossellini, va descomponiéndose hasta llegar a un presente que no parece prometer mucho. Tal vez por eso el guión de Fred Raphael va y viene en el tiempo, contándonos la degradación de esa pareja de manera fragmentada, dando saltos en el tiempo entre los picos de felicidad y los de la desidia más intensa. La imagen del viaje, que aquí es literal, porque acompañamos a los protagonistas en cuatro momentos de su vida viajando por la Normandía francesa, pocas veces tuvo un sentido tan apropiado y justo. ¿Cómo llegar al final del trayecto con la energía de la juventud y sin reproches ni lamentos? Ni siquiera el cine tiene la respuesta. Paula Arantzazu Ruiz

    Corazón Salvaje

    El amour fou como pocas veces se ha visto en el cine. Lynch adaptó a su manera la novela original de Barry Gifford en la que se basa, y convirtió Corazón salvaje en una amalgama de géneros que dinamitaba el concepto del romance clásico. Un cuento de hadas atemporal, moderno y, sí, también violento, con uno de los desenlaces más bonitos (perdonen la cursilería) de la historia del cine: Sailor y Lula de pie en el capó de un coche mientras el primero canta “Love Me Tender” de Elvis Presley. Xavi Sánchez Pons

    Sólo el cielo lo sabe

    Salpicada de azules en reflejos de cristales o en paredes iluminadas por tonos vespertinos gracias a la maravillosa fotografía en Tecnicolor de Russell Metty, Douglas Sirk logró con Sólo el cielo lo sabe una de las cumbres de lo romántico en la historia del cine. Los elementos clave ya estaban en la novela de Edna L. Lee (amour fou entre una señora bien posicionada y su joven jardinero, interpretado por Rock Hudson, una familia a la contra, la hipocresía social que condena a quien busca vivir su vida libremente, etc.), pero Sirk supo no sólo teñir ese material de la melancolía otoñal que amenaza a la protagonista, una estupenda Jane Wyman, sino de dotarlo de una cadencia propia mediante los suaves movimientos de cámara de Metty, logrando un ritmo que iría a definir el género durante la década de los años 50. Sólo el cielo lo sabe, de hecho, es ‘El melodrama’ y una historia de amor que nos habla de una lágrima furtiva reflejada en el cristal de un ventanal en invierno. Paula Arantzazu Ruiz

    Los puentes de Madison

    Si la vida es una sucesión de (equivocadas) decisiones, el amor es el paradigma de ello. Clint Eastwood (que nunca fue un tipo duro: ahí está su fragilidad como director en Primavera en otoño, Bird, o como actor en El seductor, que sí, es una película romántica, caníbal pero romántica) se pone tierno en este Breve encuentro en el que la aventura llega al aburrimiento conyugal, una aventura tan tierna y aparentemente inofensiva, amable, inocua, que no puede ser más ejemplo del amor verdadero. Las oportunidades que pasan sólo una vez en la vida y que esperan que salgamos de un coche mientras la lluvia es la metáfora de esas lágrimas de lo que vamos a perder y lo que no vamos a ganar. Y ese momento que se alarga y se alarga en el que debemos sopesar si damos ese paso, si cometemos esa ¿locura? El arrepentimiento, la dura constatación de que somos unos cobardes… Sí, vale, lo somos. Pero lo que será eterno, lo que siempre estará ahí es ese instante. Y esas fotografías de unos puentes que nunca nos atrevimos a cruzar. Marcos Gandía

    Doctor Zhivago

    Corazones ardientes, en llamas, viviendo su pasión en una dacha helada. Si hay una imagen que defina a la perfección eso que el cine romántico ha llamado amor imposible (amor posible pero condenado al fracaso) esa es la de esa finca perdida en la tierra de nadie de una revolución en donde todo está congelado, donde las ventanas forman estrellas de hielo y en donde la sala principal es como el iglú de las convenciones sociales, matrimoniales, históricas y políticas. Lara y Yuri viven ese instante de paz, de aislamiento de todo y de todos, en un ambiente frío como si esto se convirtiera en la premonición del devenir de su relación. Yuri Zhivago, ese hombre atrapado entre dos amores; entre la razón y el corazón. Yuri Zhivagho, el frío científico, médico, que se ve sobrepasado por los sentimientos. Yuri Zhivago que morirá (siento el spoiler) porque se le rompió el corazón. ¿Se puede ser más romántico que eso? No. Marcos Gandía

    Trilogía Antes de...

    Amanecer. Atardecer. Anochecer. Cómo le gustan a Richard Linklater las películas tocadas por la mano del tiempo. Dos breves encuentros y un duelo en el crepúsculo para una triada de películas que estudian, ya no sólo la brutalidad emocional de los amores a primera vista, sino el cómo hace mella en el romance más bello el paso del tiempo y los reproches. Mi favorita, claro, es Antes del atardecer, con Linklater desatado en una puesta en escena que rima con las grandes obras de principio de siglo (de Hou Hsiao-hsien a Gus Van Sant). Y es que esa subida de escaleras sin cortes al cierre de la obra, coronada con Julie Delpy cantándole a Ethan Hawke que ya no se va marchar nunca es un apocalipsis para el corazón. Alejandro G. Calvo

    Amanecer

    “Una canción de dos humanos” reza el subtítulo original de Amanecer, la obra cumbre de F. W. Murnau. Una historia romántica reducida a su esquema más simple y universal: el amor de una pareja estable puesto a prueba por una infidelidad del marido. Murnau (y su guionista Carl Mayer) dibujan los dos roles femeninos a partir de arquetipos que anticipan la dialéctica nacionalista propia de los heimatfilms. La vamp tentadora es oscura, moderna, nocturna y urbana; mientras que la esposa fiel es de tez y cabello pálidos, clásica, diurna y rural. En su primera gran producción en Estados Unidos, el director alemán pone al servicio de su historia de amor las inquietudes propias del cine de vanguardia europeo. Bajo la superficie de un relato naíf, laten las pulsiones irracionales que están a punto de arrastrar al marido a cometer un asesinato en un entorno tan tenebroso como su propia alma. Mientras que el fragor de la gran ciudad devuelve a la pareja la posibilidad de ser felices. Y a través de un simple travelling que sigue al Hombre y a la Mujer en su abrazo de reconciliación mientras cruzan la calle, Murnau nos traslada a esa dimensión alejada del mundo real donde reside todo amor absoluto. Eulàlia Iglesias Huix

    Manhattan

    Woody Allen realiza Manhattan en 1979, entre dos de sus películas menos apreciadas, Interiores, de 1978, y Recuerdos, de 1980, ambas sendos homenajes a dos de los cineastas más admirados por Allen, Ingmar Bergman y Fededico Fellini, respectivamente. Lo interesante es que entre dos películas fallidas, más la primera que la segunda, Allen logró realizar la que es una de sus grandes obras, una película que, como escribió Andrew Sarris, ‘había salido de la nada para convertirse en la gran película americana de los ochenta’, aseveración exagerada pero que quizá sí sirve para situar a Manhattan no solo dentro de la filmografía de Allen, también en el conjunto de la producción norteamericana de las últimas décadas. Sobre todo porque ha quedado como una película que, con el paso del tiempo, ha trascendido sus márgenes para alcanzar ese lugar tan indescifrable y extraño, pero tan querido por la cinefilia, de lo mítico. Una película que ostenta, cada vez más, un espacio que va más allá de la categorización de buena y mala y todo lo que pueda haber entre ambas. Allen logró realizar una película única y especial que supuso para su carrera un punto de inflexión, continuación de la ruptura que llevase a cabo dos años antes con Annie Hall. Manhattan es una comedia dramática de corte romántico que habla de Nueva York, de una clase media intelectual que Allen conoce muy bien y a la que dirige su película, de él y de su relación con las mujeres. Con una magnífica fotografía en blanco y negro por parte de Gordon Willis y una banda sonora a partir de temas de George Gershwin, Manhattan nos conduce por un momento de cambio en la vida de Isaac David (Allen), quien mantiene una relación con una joven (Mariel Hemingway) hasta que conoce a Mary (Diana Keaton), la amante de su mejor amigo. Se crea un triángulo amoroso en varias direcciones que tiene, además, a la ex mujer de Isaac (Meryl Streep) convertida en lesbiana tras su matrimonio, en la sombra de todo lo anterior. Allen toma un modelo de comedia romántica clásica para introducirla en un contexto, el cine de los setenta, de un modo tan parecido como diferente a como lo estaban haciendo otros autores del ‘nuevo Hollywood’, por ejemplo, porque Allen no intenta revertir los tropos del género sino introducirse en ellos para entregar una película que parece clásica cuando, en realidad, no lo es. Y sin embargo, posee en su aspecto romántico un sentido cinematográfico que obedece a la creencia en el cine a partir de un sense of wonder que ya en las primeras imágenes de la película queda patente. Una épica emocional y sentimental que nace de lo íntimo y cuyo verdadero romanticismo reside no solo en aquello que vemos en pantalla, sino en el romance de Allen con el cine y todo lo que éste significa. Y sí, también es una carta de amor a Nueva York, pero eso ya lo sabemos desde hace tiempo. Israel Paredes

    Luces de la ciudad

    Aunque está considerado uno de los maestros de la comedia muda, Charles Chaplin hizo, esencialmente, dramas. Y su visión del romanticismo era oblicua, siempre transversal, a veces incluso obsesiva, como en Candilejas. Podemos decir que casi todas sus comedias son románticas, tanto las que le muestran solo en el último plano del filme (El circo) como aquellas en las que aparece acompañado de una mujer (Tiempos modernos). Sin embargo, ¿qué futuro pueden tener los protagonistas de Luces de la ciudad, el vagabundo Charlot y la joven florista ciega que ha recuperado la vista, tras esa hermosa y sobrecogedora escena final en la que ella reconoce a su benefactor por el tacto al cogerle de la mano, Charlot le sonríe y Chaplin funde a negro? Estamos ante cualquier cosa menos un happy end. A ratos divertida, a ratos trágica, de una pureza visual sin contaminar, cine del gesto (y el tacto, claro) cuando el sonoro ya se había impuesto, Luces de la ciudad es una bella historia de amor y sacrificio, o el romance según lo entendía uno de los pocos cineastas que han sabido pasar de la comedia al melodrama en un mismo plano. Quim Casas

    Embriagado de amor

    Incluso los torpones pueden enamorarse y soñar con ser felices. Es difícil encontrar una película de los últimos 20 años con un mensaje tan romántico como la que unió en extraña sincronía a Paul Thomas Anderson y a Adam Sandler. Embriagado de amor es una oda al encanto de lo raro y una delicatesen especialmente indicada para los corazones más desvalidos, aquellos que andan con la tirita constantemente puesta. Para empezar, ¿cómo no simpatizar con un personaje como el de Barry, un Buster Keaton contemporáneo de incesantes vaivenes corporales y bipolaridad al borde del descontrol? Y si este desastre con piernas se enamora de una preciosa Emily Watson y tiene que cruzar media ciudad, quitarse de encima a una call-girl cuyo jefe, atención a Philip Seymour Hoffman, lo extorsiona y tratar de coger un avión para poder decir a la chica que quiere que la ama como nunca ha amado a nadie, ¿cómo no caer rendida? Tal como suena: un teatro de lo absurdo en el que sólo tiene sentido el amor. Ay. Paula Arantzazu Ruiz

    Breve encuentro

    No soy alguien que se emocione con esas historias de amor bigger tan life en las que todo está exacerbado, en la que todo parece haberse metido un chute de afectación y de una banda sonora que sube el volumen para transmitirte aquello que el director no logra. Por ello se me pone la piel de gallina con el realista minimalismo, realismo, de una de las más bellas películas sobre el amor, sobre enamorarse, que recuerdo: Breve encuentro. David Lean, antes de que las superproducciones nos despistaran en relación al alma de uno de los más certeros e intimistas analistas del corazón, de las razones del corazón, nos habló de esos seres anónimos, de esa gente corriente que coincide día tras día en un breve margen de sus rutinas, sus compromisos y sus deberes. Amores imposibles, maduros, desesperadamente maduros y condenados a la fugacidad de ese adulterio semanal tan culpable como vivido como el primer amor. Ese amor que sabemos que no será nunca el amor oficial, pero que, por mucho que desaparezca o hagamos desaparecer, estará más vivo que el oficial. La memoria y la resignación a veces son más bellas que cualquier polvo conyugal de sábado noche. Marcos Gandía

    Carol

    Todd Haynes nos regala el gran melodrama romántico lésbico que el cine clásico jamás se atrevió a rodar. A partir de la novela El precio de la sal de Patricia Highsmith, Carol resigue la historia de amor entre dos mujeres en la asfixiante Norteamérica de principios de los cincuenta. Delicada y subversiva a un mismo tiempo, la película concluye con una de las mejores escenas del cine reciente. Un intercambio de miradas no cierra si no abre la posibilidad a retomar una relación que parecía condenada al fracaso por la moral de la época. Eulàlia Iglesias Huix

    ¡Olvídate de mí!

    Deberíamos empezar por olvidarnos del título español, pensado más para los seguidores de Jim Carrey –cuando, precisamente, el actor de Ace Ventura y La Máscara quería empezar a distanciarse de su faceta más cómica y bufonesca– que para los de ese fructífero tándem que formaron, durante dos filmes, el realizador Michel Gondry, recién llegado del videoclip, y el guionista Charlie Kaufman, procedente de la televisión. Eternal Sunshine of the Spotless Mind (que también se las trae: brillo eterno de una mente inmaculada, más o menos) es una historia de amor sesgada por la fractura de la separación. ¿Cómo aislar el dolor por la ruptura con la persona amada? Una corporación científica lo permite: borrar selectivamente los recuerdos de todo aquello que ataña a la ex o al ex. Pero el amor según Gondry, Kaufman, Carrey y Kate Winslet es tan intenso que cuando los personajes vuelven a encontrarse, el sentimiento, la atracción y la fascinación siguen ahí o, simplemente, vuelven a surgir, como un bucle, flotando entre el vaho de los recuerdos que parecían haberse desvanecido. Así que la ciencia no puede con la emoción. No hay historia romántica más intensa en el cine contemporáneo que esta, aunque en los créditos deberían haber reconocido la deuda contraída con Te amo, te amo (1968), de Alain Resnais, en la que un hombre viaja por el tiempo a través de una máquina y vive hechos de su pasado amoroso, también desolador, en orden aleatorio. Quim Casas

    Carta de una desconocida

    Oposita fuerte a la película más triste de la historia del cine. El amor total puesto al servicio de quién, probablemente, ni se entera ni se lo merece. Max Ophüls no sólo era un maestro de la sensibilidad, sino también de la sutileza. Es cierto que Stefan Zweig le dejo un texto pluscuamperfecto, pero la construcción de este amor fatal entre trenes de feria y duelos a la madrugada, es una auténtica barbaridad cinematográfica. Junto a Los puentes de Madison, probablemente la carta póstuma que más lágrimas ha arrancado en la Historia del cine. Alejandro G. Calvo

    Deseando amar

    Presentada mundialmente en Cannes en el año 2000, Deseando amar -comúnmente citada por su título internacional, In the Mood for Love-, seguramente sea la última gran película romántica del siglo XX, aunque en ella no aparezca ni un solo beso. Controlando como nunca antes -ni después- su lenguaje de ralentís, humo y estilización musical, Wong Kar-wai quiso filmar todos aquellos gestos que expresaban la pasión sin explicitarla por completo, como el roce entre dos cuerpos que se cruzan sin mirarse en un pasillo estrecho. Quienes posean el DVD del filme y hayan visto las escenas descartadas del montaje final, sabrán que finalmente Tony Leung y Maggie Cheung consumaban el romance, pero ese detalle no hace mella en el elusivo hechizo de Deseando amar, tan magnético como ese agujero en la piedra en el que el personaje masculino acaba susurrando su pasión inconfesable. Gerard Casau

    Tú y yo

    Veinte años después de contar el inesperado romance entre un playboy irredento y una cantante, Leo McCarey quiso volver a filmar la misma historia, trasladándola del esplendor del Hollywood clásico al momento exacto en que ese sistema empezaba a dar paso a otra cosa: el blanco y negro se aviva en un cromatismo casi onírico; el formato académico se expande hasta el CinemaScope; Charles Boyer se transforma en Cary Grant, e Irene Dunne en Deborah Kerr. Pero se mantiene el extraordinario control del director sobre los tonos del relato, eminentemente cómico cuando los protagonistas se resisten inconscientemente al deseo que ya resulta evidente para todos aquellos que los observan (incluido el espectador), y contenidamente dramático cuando los infortunios y el orgullo atravesado separan absurdamente a los amantes. Una modulación de registros punteada por detalles de trascendencia poco menos que mística -el íntimo silencio que comparten los protagonistas en una capilla, o el deseo de citarse en lo alto del Empire State, “el lugar de Nueva York más próximo al cielo”- y una insólita proyección de lo amoroso en relación a la conciencia de clase: para poder llevar adelante su futura vida en común, los protagonistas deben abandonar el acomodado estilo de vida que les permiten sus actuales consortes, comprometiéndose a buscar un trabajo “real”. La incuestionable posición de Tú y yo en el canon del cine romántico quedó refrendada en el tributo explícito que le dedicó Nora Ephron en Algo para recordar, donde el personaje de Meg Ryan toma la obra de McCarey como ideal amoroso. Gerard Casau

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