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Un visitante
5,0
Publicada el 25 de diciembre de 2019
Si quieres conocer el conflicto de Irlanda, desde el punto de vista del pueblo, no tenlo pienses. No tiene un punto de vista nacionalista. Es diferente.
Cada vez que vuelvo a Ken Loach confirmo que nadie filma la injusticia con tanta serenidad y tanta rabia a la vez. En El viento que agita la cebada he sentido esa mezcla tan suya: la emoción y la indignación brotan sin subrayados, como si la cámara solo estuviera registrando algo que ha pasado de verdad. El retrato de la Irlanda que lucha por independizarse de los ingleses no busca épica ni gestos heroicos: es duro, sin adornos, lleno de miedo, pobreza y rencor acumulado.
Loach se acerca a los personajes desde lo cotidiano, como si hubiéramos aterrizado en un pueblo cualquiera en plena escalada de tensión. Esa cercanía emocional hace que la violencia duela más, porque sabemos que los conflictos históricos, al final, se viven en las cocinas, en las tabernas y en los silencios. La fotografía es preciosa, pero nunca se recrea en el paisaje: lo que importa es el ambiente opresivo y la sensación de que cualquier decisión, por pequeña que sea, puede cambiar o destruir vidas.
El guion refleja muy bien la fractura interna dentro del propio movimiento independentista. La lucha no solo es contra los ingleses, sino también contra las diferencias ideológicas entre quienes comparten causa. Loach nunca deja claro quién tiene razón del todo, y eso lo hace más honesto: la libertad soñada no llega limpia; llega llena de renuncias y traiciones. Hay discusiones que parecen pequeñas al principio, pero terminan siendo más dolorosas que los enfrentamientos armados. Esa parte humana, donde la política se convierte en dilema moral, es quizá lo más devastador.
Las interpretaciones son magníficas. Cillian Murphy está soberbio, con una mirada que transmite una mezcla tremenda de vulnerabilidad, rabia y responsabilidad. Sin necesidad de discursos grandilocuentes, expresa lo que supone arriesgarlo todo por una causa y, al mismo tiempo, sentir el peso insoportable de la culpa y del deber. Los secundarios se integran con naturalidad, como si fueran vecinos reales, y nunca parece que estén “actuando”: respiran verdad.
Loach no busca sentimentalismo fácil. Al contrario: te coloca frente a la violencia y sus consecuencias sin filtros, con escenas secas, incómodas y silencios que pesan más que cualquier discurso. No justifica nada, pero tampoco simplifica. Esa es su gran virtud: recordar que la guerra es siempre una tragedia, incluso cuando se lucha por algo justo. Al final deja un poso de tristeza que no se borra, una pregunta amarga sobre cuánto puede costar conquistar la libertad y qué parte del alma se deja en el camino.
Sin duda es una película que pide tiempo y atención. No es espectáculo, es historia vivida desde dentro, con una sensibilidad que conmueve y duele a la vez. Loach vuelve a demostrar que el cine político puede ser profundamente humano.