A la última entrega cinematográfica de la saga de Harry Potter le he puesto 3 estrellas y creo que me he sentido generosa. Su director, Yates, se declara gran admirador de la obra y eso quizás le ha perjudicado.
Por descontado, no digo que uno ha de hacer películas cuyos argumentos no le gusten; sería un disparate. Pero la admiración suele cegar, y Yates ha querido ser tan fiel a la letra -aunque se ha dejado no pocos hechos del libro- que ha perdido la película.
Algo que me disgustó muchísimo fue la BSO tan inoportuna en muchos pasajes. Atronante en algunos. Después de años de disfrutar de las composiciones del maestro John Williams, ese cambio aún se acusa más.
Otro punto en contra: La falta de protagonismo del profesor Severus Snape. Esta entrega de la saga le pertenece tanto como al bueno de Harry, pero por cederles protagonismo a los jovencitos se lo restan a un actorazo de la talla de Alan Rickman quien, como buen actor inglés de formación, siempre está bien le den el papel que le den. Tras perder a Richard Harris como Dumbledore, los mejores actores que nos quedan son el citado Rickman y la incombustible y veterana Maggie Smith, la profesora McGonaghall. Sin embargo, nos hemos de aguantar con unos jóvenes agradables que no han resultado ser unos nuevos Natalie Portman, Christian Bale o Scarlett Johansson, para no hablar de Jodie Foster, ex-niña prodigio, convertida en magnífica actriz.
Para finalizar, el final. Final desprovisto de tensión y emoción que demuestra una carencia casi absoluta del dominio del lenguaje cinematográfico por parte de Yates.
Temo lo peor en la adaptación del último libro de Rowling, escrito con prisas, presión y totalmente desarticulado. Se necesitarían un par de genios, en el guión y en la dirección para remontar el vuelo, cual ave fénix. Pero Dumbledore/Richard Harris y su fénix volaron lejos. Una pena.