El tren de la vida
por Carlos LosillaImagínense un tren. Imaginen, en sus vagones, una primera clase y una segunda clase. ¿Les cuesta mucho realizar la analogía entre esa situación y una cierta visión de la lucha de clases? ¿Verdad que no? Pues ese es el principal defecto de Rompenieves, el último largometraje de Bong Jon-hoo, el responsable de The Host en su primera incursión en inglés: es tan obvio como su planteamiento. Pero cambien de tercio y ahora imaginen ese mismo tren como un espacio en el que suceden cosas, en el que la acción se desborda. ¿Hay algo que les impida ver lo que un cineasta merecedor de ese nombre puede hacer al respecto en cuanto a ritmos, pausas y movimientos? ¿Verdad que no? Pues esa es la principal virtud de Rompenieves: hay momentos en los que esta película tiene algo de musical, de sabio ensamblaje de planos y sonidos que da lugar a una sinfonía eléctrica, enérgica, salvaje.
Sin embargo, el choque entre esos dos impulsos es contraproducente. Se trata de retratar un microcosmos del futuro, un tren en el que han sido confinados los últimos supervivientes de una humanidad aislada por la nieve, como resultado del cambio climático. Algunos de ellos, encerrados en el vagón de cola, malviven comiendo detritus y constantemente amenazados por los guardianes del orden, de un tipo que se llama Wilford y que se pasea en batín por los primeros vagones, garante de un motor que conduce el tren y es el símbolo de ese “progreso” capitalista que nunca cesa. En otras palabras, todos vamos en ese tren. En otras palabras, nuestro mundo es como ese tren. ¿Les suena? Cuando otro tipo llamado Curtis incendia la mecha de la revuelta, todo va del último al primer vagón. A su paso, las viñetas resultantes (no en vano estamos ante la adaptación del cómic de Jacques Lob y Jean-Marc Rochette) son contundentes, a veces crueles e implacables. Pero cuando se apaga su fuego queda el mensaje, demasiado evidente: avanzar en el tren de la vida, en el fondo, es acercarse a su temible abismo, a un pacto social que no deja resquicio para nadie, a un mundo en el que nada es posible porque todo está ya convenido de antemano, porque todos tenemos nuestro papel asignado. Y porque podemos convertirnos en el otro en cualquier momento.
La película navega entre esas dos aguas. Por un lado, es un film de acción que, sobre todo en su primera parte, nos retrotrae a El tren del infierno o a La aventura del Poseidón, con las etapas que hay que superar y también la intriga respecto a quién sobrevivirá a todo eso. Por otro, Bong no es capaz de retratar personajes. Estoy de acuerdo en que no lo pretenda, pero entonces ¿qué pretende? Cuando alguien muere en una película de este tipo, hay tres posibilidades para un espectador. O bien se emociona porque le había pillado cariño, o bien se alegra porque era un cabrón, o bien no le importa en absoluto porque era un peón más de la trama. Lo que no puede ser es que todo suceda como si no importara nada, ni siquiera esa trama, excepto en aquello que el director persigue con ahínco: hacer una película de acción que a la vez sea una película social que a la vez hable de la Vida con mayúscula, y del destino humano, y de qué somos y adónde vamos (en tren, por supuesto). Pues bien, eso ocurre en Rompenieves por el simple motivo de que Bong ha prestado más atención al diseño narrativo y discursivo que a sus matices. E incluso una película como esta debe tener matices. De lo contrario, se convierte en un tren que avanza a toda velocidad sin atender al paisaje excepto cuando algún personaje nos dice que lo miremos.
A favor: un tratamiento de la imagen superlativo, con un poderío visual realmente implacable.
En contra: el simplismo de sus planteamientos, tanto de contenido como de forma.