Injustamente denostada por cierta parte de la crítica especializada o por especializar, lo cierto es que esta obra de Allen es una película a la que puede catalogarse de epidérmica en el mejor sentido del término, lo que en román paladino vendría a significar que se disfruta sin complicaciones, resulta verdaderamente entretenida y no obstante atesora cargas de profundidad incuestionables, arrojando como resultado un final nada complaciente, más bien triste y bastante pesimista. No puede reducirse la película a un mero cliché sobre relaciones humanas porque Woody Allen es sabio, muy sabio, y se cuestiona y habla con sutileza e inteligencia acerca de los diferentes conceptos de amor y sexo que manejamos, y de las mentiras que nos decimos para justificar nuestros comportamientos y afinidades electivas. Y aún tiene más chicha. Porque esconde una velada crítica a ciertos conceptos ultrapragmáticos y mercantilistas presentes en las relaciones humanas, así como la posibilidad de imaginar y practicar determinados intercambios emocionales como alternativa a los conceptos impuestos por la sociedad. Y si me apuran, también aseguraría que es capaz de someter a indagación la génesis de la creatividad artística y sus orígenes en la conflictividad emocional como base energética de la misma. La película de Allen nos estaría hablando, pues, sobre el deseo, sus trampas, la infructuosa lucha contra los convencionalismos cuando la pasión sexual o el idealismo rebelde se proponen como motores únicos de la relación, de la fuente turbia de carácter psicosexual que subyace a cualquier productividad artística... la multiplicidad de temas es inmensa y el director, un maestro inagotable, parte de la concesión para puntear matices que finalmente llevan la película al terreno marcado por sus propias obsesiones de autor.
Respecto a la estrella de la función, una Penélope Cruz enérgica y arrolladora, la actriz dimensiona perfectamente su personaje, dándole un punto esperpéntico y exagerado que dinamiza muy bien (con) todo el conjunto, logrando representar a la perfección la auténtica dinámica del deseo al insertarse en el vértice de una relación triangular. Allen sabe efectivamente de la naturaleza no dual de las relaciones amorosas puesto que el deseo se mueve siempre en ese circuito, el de la fantasía, y explora este punto apoyándose en esa mujer poseedora de una personalidad poco convencional y explosiva, aprovechando la oportunidad que se le presenta para colar su ironía socarrona y ofrecer una visión bastante escéptica sobre ciertos ideales amatorios y supuestamente emancipadores, pero siempre mostrando un trato respetuoso por todas sus criaturas. Estampa su sello inconfundible dentro de una obra que nació como material de encargo, dando la vuelta a la propaganda y llevando el contenido a su terreno más personal, para acabar conformando de esta manera una narración nada suntuaria pero de transparente intención epigramática. Así que no, la cinta de Allen no es un tópico olvidable sino una propuesta destinada precisamente a hacer saltar tópicos bajo la apariencia engañosa de una comedia de puro enredo. Eso sí, es preciso verla en versión original para apreciar en toda su dimensión el buen trabajo de los actores, todos ellos inspiradísimos.