El chute de Scorsese
Jordan Belfort, un astuto traficante de acciones en bolsa capaz de venderte un simple bolígrafo a partir de una necesidad tan básica como tomar una nota en un papel. Un excéntrico hombre de negocios que amasaba millones durante el día, para gastarlos de manera desenfrenada en sus ratos libres. Drogas, alcohol, prostitutas, yates, coches caros… Un yonqui del éxito que arrastraba a todos los que tenía a su alrededor a sus excesos.
Excesos que destila la traslación de su vida al celuloide. Martin Scorsese ha escogido la vía del exceso cinematográfico para relatar la vida empresarial de un hombre que siempre ha vivido al límite de la legalidad y la moralidad de una sociedad que parece huir del hedonismo. Tira más por la comedia en esta ocasión, sin dejar de lado el drama, y cambia las armas y los gánster por los billetes verdes y los brokers financieros, pero el discurso es el mismo que en obras como “Uno de los nuestros” o “Casino”: el ascenso y caída de una vida al límite de la criminalidad. Hay mucho de Henry Hill y Nicky Santoro, incluso de Frank Costello, en el personaje protagonista, y en esa banda de ejecutivos que limpió las arcas de Wall Street y que se entregaba a la bacanal diaria en su gigantesca oficina de Long Island.
Es la película más scorsesiana desde “Infiltrados”, pero con una diferencia importante. Aquí Scorsese se ha soltado la melena del todo. Tiene a su disposición más metraje, puede mostrar más desnudos y sexo–la violencia parece no ser un problema en pantalla-, el montaje es mucho más frenético, y los pasajes hilarantes –el proceso de iniciación de McConaughey, golpe simiesco en el pecho incluido, la orgía en el avión, toda la escena de la fase de pausa cerebral, etc.- no dejan de sucederse durante todo el rato Una historia perfecta para el cineasta neoyorkino, que está tan desatado tras la cámara como un excelentemente sobreactuado DiCaprio ante ella.
Por supuesto, no está libre de fallos. Algunos habituales en el director, como los errores de continuidad ya marca de la casa –atención al minuto 60 y esa limusina que aparece y desaparece de escena-, o un frenetismo que deja en la sala de montaje algunos aspectos en los que se podría haber incidido mucho más. Pero, en esta ocasión, es su canto al exceso lo que le puede pasar más factura. La sobredosis de metraje y excesos es tan elevada que luego toca pasar el mono, y la sensación es que podría haberse quitado mucho relleno que no aporta demasiado, que hay vaivenes de ritmo salvables. Durante la última media hora, cuando toca rematar la historia, Scorsese empieza a pisar el pedal del freno. Desintoxicarse a esas alturas de ella no es nada fácil. Pero el chute, mientras dura, proporciona una de las experiencias más salvajes que se han visto en años.