Muchas son las lecturas que permite esta obra maestra indiscutible del séptimo arte, una joya en blanco y negro del maestro Jean Renoir que nos habla de sentimientos y comportamientos humanos enmarcados en un entorno natural, podríamos decir entonces que de “naturaleza humana”, y esto sin renunciar a ciertas ramificaciones sociales que, obviamente, forman parte indisoluble de tal aproximación. Pero Renoir no tematiza, no discursea, se limita a observar el puro fluir de la vida posando su mirada sabia y humorística sobre una serie de personajes cuya aparente levedad a la hora de afrontar sus propósitos inmediatos esconde profundas conexiones entra naturaleza y deseo, siendo la erótica puesta en juego una de las auténticas revelaciones que proporciona el devenir de los acontecimientos, pausado, como detenido en un tiempo de otra duración, y que sirve precisamente para disolver un concepto ingenuo acerca de una supuesta e inmaculada esencia natural en la base del fenómeno humano, confrontándola con la impasibilidad pictórica del ambiente para así acabar develando mejor su inexorable construcción artificial, mezcla de pulsión y lenguaje. Toda esta complejidad la capta y muestra Renoir con una maestría incomparable, sin énfasis innecesarios, en el tono poco solemne con que suelen desenvolverse los sucesos ordinarios, y con un estilo despojado de todo artificio o subrayado, palpitante, sensorial, afinando en cada plano una mirada que constituye en la total composición del conjunto, como cuando se observa a más distancia un cuadro impresionista, una pura lección de cine y de vida, de esplendente y dolorosa vida.