Pregunta: ¿Puede una película aproximarse a esa obra maestra llamada "Ciudad de Dios" desde el otro lado del espejo y ofrecer como resultado una visión tan compleja y radical como la ofrecida por su ilustre predecesora? Puede, lo hace, y además de qué manera tan brillante e incontestable. Más que merecido Oso de Oro en el Festival de Berlín de 2008, esta poderosa y contundente película es sin duda una de las mejores y más fascinantes aproximaciones que el cine actual ha realizado acerca de la violencia entendida como estructura profunda de la realidad. Si como ha venido sosteniendo algún que otro avezado pensador, lo irreal siempre es lo que acaba tejiendo los sucesos supuestamente reales, aquí, en una propuesta arriesgada e inteligente que disecciona con precisión de cirujano las diferentes pieles con que se disfraza el cazador humano, lo irreal no se constituye fondo sino más bien superficie, impregnando lo real con una sensación de pesadilla que, paradójicamente, arroja resultados tan espeluznantes como esclarecedores acerca de los mecanismos potenciadores e inerciales del poder y la violencia. La ciudad de Río de Janeiro es el marco sociopolítico elegido donde tendrá lugar una trágica historia que toma cuerpo (de policía) bajo la presión de una necesidad insoslayable, alimentada por todo un microcosmos reticular de poderes e intereses enfrentados (la microfísica del poder de Foucault es citada con acierto como oportuno marco de análisis teórico), y que despliega sus asfixiantes tentáculos hasta alcanzar a todos y cada uno de los protagonistas, ultimando el cumplimiento de una misión ciertamente sombría que culminará con la construcción personal, interior, profunda, de un jefe de policía de élite (el BOPA o Batallón de Operaciones Policiales Especiales) a costa de perder su humanidad y su anterior fe en la justicia asentada en derecho. Se trata además de una película trepidante, de ritmo endiablado y que apenas otorga respiro al espectador, al que introduce desde el comienzo en un carrusel emocional repleto de una tensión narrativa que no cesa hasta el último fotograma. El resultado es perfectamente creíble y destila pesimismo y amargura a partes iguales, además de hacer detectable la insidiosa penetración de un, digámoslo así, miedo preternatural, más metafísico y situado más allá (o más acá) de las propias circunstancias materiales que parecen generarlo. Magnífica, impecable, dura, descarnada, fascinante y con un desenlace, como no podía ser de otra manera, absolutamente demoledor.