Papiroflexia digital para japonófilos
por Mario SantiagoLa historia del cine está abarrotada de relucientes ejercicios de intercambio cultural:préstamos transoceánicos o surgidos de curiosas máquinas del tiempo artísticas. Ahíestán, por ejemplo, los Spaghetti western de Sergio Leone, cocinados con pasta italianay receta americana, o los Samurai westerns de Akira Kurosawa, hilados con fibrajaponesa, cosidos con espíritu yanqui y tintados con unas gotas de Shakespeare. Unacarrera por fagocitar otros cines y otros tiempos que culmina en la figura de QuentinTarantino, el hombre que ha elevado el Max-Mix de referentes cinéfilos globales ala categoría de arte (aunque podría argumentarse que Jean-Luc Godard ya estuvoallí). Y tirando del hilo de Ariadna que nos presta Tarantino, encontramos otras joyasrecientes de la aleación intercultural, como 'Sukiyaki Western Django', un spaghettiwestern pasado por el filtro japo-trash de Takashi Miike. En fin, que la rueda siguedando vueltas y que a nadie le extrañe que pronto nos encontremos con una comediacostumbrista española protagonizada por samuráis y cowboys (de hecho, el bueno deÁguila Roja se gasta más de un además ninja; sin rastro de ironía, eso sí).
Pues bien, la película que nos ocupa, 'Bunraku', segunda incursión en el largometrajedel director-guionista Guy Mosche, juega en esta liga de cócteles cinéfilosmulticulturales. De partida, el título alude a una tradición japonesa: el ancestral teatrode marionetas en el que confluyen los rituales, el equilibrio entre contención y efusión,y la fuerte raigambre artesanal del arte japonés. Curiosamente, todas estas cualidadesbrillan por su ausencia en 'Bunraku', o en todo caso quedan sepultadas bajo una gruesacapa de pirotecnia digital e histeria narrativa. La huella de Tarantino se deja ver portodas partes: ese cóctel de elementos del western, el cine de artes marciales y el noiramericano sobre el que hacía piruetas 'Kill Bill'; las tres pistas de un circo particularque, como el de 'Bunraku', también invocaba al anime (la animación japonesa).
Aunque en el caso de Mosche el juego es todavía más extremo, dada la apuesta poruna artificiosidad escénica que remite a películas como 'Sin City', 'Sky Captain y elmundo del mañana' o la muy reciente 'Inmortals'. Aquí, el objetivo es hacer colisionarcon fuerza la fantasía digital y la artesanía de cartón piedra, aunque lo que debía ser unmatrimonio feliz entre tradición y modernidad se queda en un batiburrillo indigesto,sobrecargado de chulería masculina y pose cool.
La película tiene sus momentos. Hay incluso una virtuosa escena de acción (en planosecuencia) que transforma la pantalla en un videojuego 2D. Y aunque es una copiade lo que hiciera Park Chan-wook en 'Old Boy' no deja de transmitir un curiosoaroma nostálgico. Entre los actores de esta actualización posmoderna de las novelashard boiled de Dashiel Hammet, poco que destacar: Josh Hartnett demuestra porquéno llegó a ser la gran estrella que algunos veían en él y Ron Perlman repite comoneandertal ilustrado (malote y con rastas), pero la atención la capitaliza el siempremagnético y genuino Woody Harrelson, a quien el papel de maestro de ceremoniassabelotodo le sienta como anillo al dedo. A veces uno tiene la impresión de que aHarrelson le importa poco lo que sucede a su alrededor, que la da igual en qué películaestá trabajando. Una cualidad que puede verse como la demostración de un ímpetuinquebrantable, o también como una simple limitación actoral. Sea cual sea el veredicto,uno termina agradeciendo que Harrelson se olvide un poco del desaguisado de 'Bunraku'y vaya a su bola.
A favor: Woody Harrelson.
En contra: La sensación de que Bunraku es sólo la punta de un pantagruélico icebergde cócteles multiculturales de segunda fila.