Ay mare, ayer no salí, aunque lo peor no fue eso, sino que me dejé llevar por el desvarío. Mi dedo índice pulsó el botón equivocado, y ante mis ojos apareció el principio de esa película que, supuestamente, no debería estar viendo. Los mayas predijeron el fin del mundo en 2012, y Roland Emmerich, el director que lo puede todo (ganar dinero a espuertas mandando hacer escenas por ordenador de un cochecito al que no pueden aplastar dos o tres mil edificios en caída libre a su alrededor, por encima y por debajo), se encargó de hacer cumplir el apocalíptico agüero de esa jodidilla península de Yucatán. Y sin embargo, el que yo pueda ver semejante obra hoy, no significa que el mundo no haya sido completamente destruido, pues no debe haber vida en él, toda vez que Roland sacó 800 millones USD con el cumplimiento de lo que no sucedió, ni debió suceder.
Y la cuestión es que al terminar de verla, como digo, cuando no debía de ser posible, me quedó la sensación de que lo único que puede hacer volver a la civilización del vacío provocado por semejante sucesión de clichés apocalípticos, es que alguien califique a Emmerich como un gran humorista, y a su peli como una obra del mejor cine de humor.
Desde luego todo era tan absurdo que es que te tienes que mear de risa con la peli.