¡Abracadabra!
por Carlos ReviriegoReplico una propuesta leída en 144 caracteres: "Experimento: Que estrenen 'City Girl' y 'The Artist' en diferentes cines y veremos realmente lo que nos gusta el cine mudo y en b/n" (@manuelribera)". Por supuesto, la segunda vendería muchas más entradas, con lo que la pretendida celebración del cine mudo quedaría desactivada. Si el año pasado emprendí una pequeña batalla personal contra 'El discurso del rey' –por ser de esas películas pretendidamente "artísticas" que reciben desenfrenados parabienes a pesar de sus inexistentes logros creativos–, este año me he propuesto aprovechar cualquier pretexto para desprestigiar (misión imposible, ya, me temo) el prestigio que se ha ganado 'The Artist'.
Pero entonces llega Martin Scorsese con su habitual erudición, sagacidad y talento. Aunque no sea una "película muda" (de hecho, es en 3D, su gama cromática está diseñada con ordenador y el trabajo de sonido es tan importante como el de la imagen), 'La invención de Hugo' es, por lo que a mí respecta, la más genuina, sorprendente, gratificante y jubilosa celebración del cine primitivo que recuerde. 'The Artist' es una broma a su lado. Scorsese ha hecho una película infantil –en la medida en que su tema es la infancia del cine– y una película completamente personal –una carta de amor a George Méliès escrita por el pasional cinéfilo al frente de la Film Foundation– camuflada bajo el aspecto de la primera película familiar que dirige el autor de 'Taxi Driver' y 'Casino'. El filme, por tanto, tiene "truco", como no podía ser de otro modo tratándose de una ficción-documental (en su acepción más literal) en torno a Gerges Méliès.
El truco se hace evidente en el momento en que dos niños en busca de aventuras, Isabelle (Chloë Grace Moretz) y Hugo (Assa Butterfield), se internan en un festival de cine mudo y ven extasiados 'El hombre mosca' (1923). Lo que hasta entonces era un nostálgico, cándido, misterioso, espectacular y encantador relato de aliento dickensiano –adaptación de la novela gráfica de Brian Selznick– que transcurre en el espacio neurálgico (y genuinamente cinematográfico) de la estación de tren Gare Montparnasse en el París de los años treinta, se transforma, de la mano del ficticio historiador Rene Tabard (Michael Stuhlbarg), en una reconstrucción historiográfica de la carrera y el arte de Méliès, el ilusionista y prestidigitador del cine mudo considerado hoy el "padre de los efectos especiales", pero completamente olvidado (regentaba una tienda de juguetes en la estación de tren) en los años treinta. Es como si al "Scorsese-farsante" que dirige la primera parte del filme –apenas reconocible en sus acelerados, virtuosos y significativos travellings: sobre todo el que abre la película– le hubiera reemplazado el director de 'A Personal Journey Through American Movies' (1995), 'Il mio viaggio in Italia' (1999) y 'A Letter to Elia'.
Ambas historias –la novelesca, la cinematográfica– construyen un conmovedor relato de orfandad y paternidades, de memorias fracturadas, de alquimias y fantasías. Entonces, el intento de un niño por explorar su propia biografía toma la forma de una investigación sobre la paternidad del arte del cinematógrafo. Bajo el encantamiento que ejerce el 3D –esta vez, sí, empleado con fines creativos–, Scorsese apela a la magia primitiva del cine. Los fragmentos de cinefilia se suceden uno detrás de otro. No sólo en el trayecto historiográfico que emana de la lectura de un libro de cine –recorriendo el trabajo de Méliès y, por extensión, de los primeros treinta años del cine–, que entrega al espectador la posibilidad de ver imágenes de la I Guerra Mundial en formato estereoscópico, sino con los incesantes tributos y citas que Scorsese dedica a Dziga Vertov, los Lumiére, Sergei M. Eisenstein (via Schoonmaker), Fritz Lang, Griffith, Charles Chaplin, Buster Keaton, Harold Lloyd, Jaques Tati... a veces con un simple personaje (la florista de Emily Mortimer o el policía de Sacha Baron Cohen) o un objeto fetiche convertido en reliquia (el autómata sacado de 'Metrópolis'), a veces con la entera concepción de una secuencia.
El carácter ilusionista de Scorsese (que sustituye su habitual atracción por la violencia y lo ordinario con el sentido por el asombro y lo extraordinario) convoca una y otra vez la alquimia del cinematógrafo. Como la de todos los personajes de 'La invención de Hugo', su vida ha sido transformada por una fascinación, un arrebato, una pasión. Por eso que, acaso no tan prosaicamente, llamamos la magia del cine. Nos invita a regresar a las emociones de nuestra propia infancia explorando en la infancia de las sombras en movimiento. Ahí donde las palabras ya no pueden dar cuenta de nada. ¡Abracadabra!
A favor: Demasiadas cosas: el empleo del 3D, Ben Kingsley como George Méliès, la precisión gestual de Sacha Baron Cohen, la capacidad de Scorsese para reinventarse sin dejar de ser Scorsese...
En contra: Que la película termine a los 126 minutos.