Cupcakes sobre el cadáver de Scott Fitzgerald
por Gonzalo de PedroTodo, o casi todo, está en los títulos de crédito de la nueva película de Baz Luhrmann: unos intrincados relieves geométricos, como molduras de un palacio de lujo, filmados en un blanco y negro ruidoso y aparentemente viejo que no oculta su condición de invento digital, simulacro contemporáneo, de fake sobre fake: porque también las molduras, esos adornos que se añadían a las paredes, a las puertas, a los muebles, para realzarlas y ennoblecerlas, haciéndolas aparentar lo que no eran, han sido creadas digitalmente, y los efectos de celuloide viejo son voluntariamente falsos, impostados, una copia que se enorgullece de serlo y hace de ello su bandera. Y de pronto, ese blanco y negro, ese temblequeo de la imagen, esa suciedad propia de las viejas y dañadas copias, se desvanece para dar paso al color, al único que a Luhrmann parece importarle: el dorado, luminoso, y todavía más digital si cabe, más falso, más brillante. En ese fake sobre fake, en ese simulacro sobre simulacro se esconde la operación histórico-comercial de un cineasta que encuentra su acomodo perfecto en una época en la que los pasteles han mutado en esas piruetas de lo cursi llamadas Cupcakes.
Para entendernos: el cine que practica Luhrmann vendría a ser como si el entrenador loco de un equipo ciclista inyectara una sobredosis de EPO y metanfetaminas a una película como The Artist (Michel Hazanavicius, 2011), esa reina de la impostura y la simulación que queda como un pobre ejercicio de principiante ante el despliegue de postmodernidad rampante de El gran Gatsby. Una película que, sin embargo, y al lado de ejercicios de reescritura como los perpetrados ant
eriormente por un cineasta empeñado en elevar lo kitch a la categoría de género, se queda a medio camino entre la adaptación fiel de la novela de Scott Fitzgerald, y la montaña rusa del neo-cine de atracciones. Fiestas, fuegos artificiales, palacios enormes, cada uno más grande que el anterior, se acumulan en una película que quiere hacer del exceso de su protagonista una ética de la imagen, sin renunciar sin embargo al trabajo pegado a la novela con la que Fitzegarld retrató esos felices años 20 en los Estados Unidos, la época del jazz, el alcohol y el exceso artístico y vital como huída hacia adelante en una época de posguerra. La elección de Luhrmann no es aleatoria, porque en un momento de desesperación generalizada como el que vivimos, parece inevitable que el arte, o se convierte en un arma de guerra, o en un refugio de excesos y vitalidad frente a la grisura de los tiempos. Sin embargo, en esa elección está la propia trampa de una película que, al medirse con la vitalidad del jazz, una música nacida de lo más bajo y popular, capaz de transportar las almas a estadios superiores sin renunciar a su condición de arte, demuestra su incapacidad para encontrar nada vivo, solo imágenes epatantes, hipercalculadas e incapaces, y esto es lo peor, de convertirse siquiera en perdurables. Esto es: ni tan siquiera las fiestas que filma Luhrmann, terreno en el que podría haber recogido una colección mayúscula de imágenes capaces de transportar al espectador solo por su propia condición de imágenes, tienen la potencia, la fuerza o el atractivo que podían.
A favor: Leonardo DiCaprio, siempre impecable.
En contra: que la película ni tan siquiera ofrezca el espectáculo visual que promete.