Una bala en la cabeza (bullet to the head, USA, 2012), de Walter Hill.
La irrupción-reaparición en el panorama actual del realizador californiano Walter Hill, cuyo cine es claramente de otros tiempos, no siempre necesariamente mejores, pero sí más propicios, constituye, sin duda, una gran noticia.
Vivimos unos años en los que el cine de acción pasa por todos los excesos digitales que podamos imaginar, los mareantes planos con la steadycam, o ese montaje frenético y confuso de, al menos, veinte planos por segundo, que dificultan al espectador su derecho a saber lo que pasa ante él (por supuesto existen algunas notables excepciones), cuando no recurre a la cansina explotación de sagas rehechas para las actuales audiencias, que no esconden más que profundos signos de agotamiento. Es una de las consecuencias de que, estadísticamente, aquellos que nos criamos con el pretérito cine de acción, el de hace más de treinta años, no vamos mucho al cine, en beneficio de los jóvenes menores de 20 años, a los que obviamente el cine añejo, les dice más bien poco.
De cualquier modo, este viaje en el tiempo, de regreso a las buddy movies de los años 80, que por cierto, Hill prácticamente inventó con la imprescindible Limite 48 horas (48 hours, USA, 1982), es sin duda bienvenido. Recordemos que en aquellos años, se recurrió numerosas veces a esta suerte de subgénero, donde dos personajes delimitadamente contrapuestos, en ocasiones situados a ambos lados de la ley, unían sus fuerzas contra un enemigo común.
Coexiste en la actualidad una tendencia revisionista que, ocasionalmente regresa temática y formalmente al cine de los 70 y los 80, por la vía de remakes, homenajes o plagios, según se mire. Películas como Drive (USA, 2010), de Nicholas Winding Refn, o Argo (USA, 2012), de Ben Affleck, sin duda revisan la estética y las tramas político-conspirativa, respectivamente, de aquellos años. En ese selectivo caldo de cultivo, ¿qué opción mejor que invitar a comparecer, ante el alicaído panorama del cine de acción actual, a uno de los iconos del género?. Probablemente, eso es lo que habrá pensado el astuto productor Joel Silver (cuya carrera comenzó en los 80 con actioners emblemáticos de aquellos días) cuando propuso a Hill la dirección de esta película.
El realizador de piezas valiosísimas y emblemáticas como Driver (The Driver, USA, 1978), The Warriors, los Amos de la noche (The Warriors, USA, 1979), La Presa (Southern Comfort, USA, 1981) o Calles de Fuego (Streets of fire, USA, 1982), no estrenaba en cines desde la correcta Invicto (Undisputed, USA, 2002), si bien, desde entonces ha dirigido el piloto de la sensacional serie Deadwood (HBO, 2004-2006) o el magnífico western en dos partes, rodado para televisión, Los Protectores (Broken Trail, USA, 2006).
La última y esperada película de Hill parte de una novela gráfica, "Du plomb dans la tête", ubicada dentro de la pasión del cómic francés por el género noir, concebida por sus autores Alexis Nolent y Colin Wilson, como un homenaje al cine de acción estadounidense de los 80. La película cuenta cómo un asesino profesional de Nueva Orleáns, James Bonomo (interpretado por Silvester Stallone) y un policía de Nueva York, de origen coreano, Taylor Kwon (Sung Kang) unen de manera coyuntural, desesperada y contra todo pronóstico, sus fuerzas para vengar a sus respectivos compañeros, asesinados por una poderosa banda criminal organizada, con un fondo de corrupción urbanística que afecta a la ciudad desolada por el huracán Katrina en 2005.
El argumento mira sin rubor (aunque no comparte sus excesivos tiroteos) hacia una pieza fundamental de este tipo de cine, que vino de Hong Kong y que sirvió de pasaporte de entrada en Hollywood para su director. Se trata de la mítica The Killer (Dip huet seung hun, Hong Kong, 1989) de John Woo, de la que Hill, casualmente o no, estuvo a punto de hacer un remake en los primeros 90, con Richard Gere y Denzel Washington.
Secuencias como el arranque, donde la voz en off de Bonomo nos ilustra de que acaba de salvar a un poli (y de que veremos la historia de cómo hizo lo correcto), la que describe un encargo profesional, que ejecuta fríamente junto a su compañero Louis Blanchard (Jon Seda), pero le perdona la vida a una prostituta rusa al ver su tatuaje en la espalda, que es igual al de su hija Lisa (Sarah Shahi), o la del combate final entre Bonomo y el villano Keegan (siniestro Jason Momoa), provistos de hachas, dan la justa medida de la capacidad visual de Hill, de su dominio de la puesta en escena y desprenden una fisicidad, que encaja perfectamente en las maneras del realizador.
Hill es un cineasta de principios. Ha manifestado abiertamente que no se siente cómodo en una industria como la de Hollywood, regida por gente que no entiende de cine. También ha dicho que si no puede hacer las películas que él quiere y como él quiere, prefiere no hacer nada. Héroes de una pieza como Tom Cody, de la mencionada Calles de fuego, habrían dicho algo así en su situación. Por eso, su regreso a la pantalla grande, contiene lo mejor de sí mismo: personajes monolíticos, íntegros, auténticos, que despliegan una violencia seca, muy física, que irrumpe de modo repentino y sobrio. Todo ello servido a través de una narración en la que Hill no desperdicia un solo plano (dura unos ajustados 90 minutos, incluidos los créditos finales). La banda sonora es igualmente personal. El director recurre para acompañar a sus estilizadas imágenes, al estilo cajun y a la música blues, muy recurrentes en su cine. Del mismo modo, las guitarras acústicas (combinadas con armónicas y tambores), otrora interpretadas por el excelente guitarrista Ry Cooder, (con quien mantuvo una cómplice relación profesional), subrayan los diálogos a la manera que sólo ocurre en su cine. Pese a la sustitución de Steve Mazzaro, uno de los muchos discípulos de Hans Zimmer, las cuerdas punteadas, suenan sin duda como las piezas que Cooder ejecutó para emblemáticos trabajos del director.
Una Bala en la cabeza es un ejemplo de cómo un material ajeno, puede ser reconducido el personal terreno de su realizador. Recorre terrenos familiares, sin duda. No pasará a la historia del cine, ni se llevará premios, ni reconocimientos, pero constituye un viaje coherente orquestado por un cineasta muy sólido, hacia unos territorios que apetecían mucho transitar. Para Hill las películas no necesitan grandes apologías... hablan por sí solas.