Entre la épica y el fracaso.
por Israel ParedesHay cineastas que en su adhesión a unos modos narrativos tradicionales, más clásicos si se prefiere el término, parten de su base para ir (re)elaborando un discurso propio. Otros, directamente, abogan por tomar sus esquemas, tanto estructurales como argumentales, y no aportar absolutamente nada más, convencidos, y en ocasiones aciertan, que se trata de una formulación que por lo general funciona tan bien que para qué plantearse la elaboración de un discurso visual más personal. Ron Howard se encontraría a caballo entre los dos grupos, algo que evidencia con En el corazón del mar, película que, tras la más que notable Rush, vuelve a mostrar a una cineasta que cree en un relato circunscrito a lo convencional pero en el que, de vez en cuando, aparecen algunas soluciones visuales que hacen pensar que, en algún arrebato durante la realización, intentó otorgar a la película de un toque diferente.
En el corazón del mar narra dos historias. Una la de Herman Melville (Ben Whishaw), quien interesado por los sucesos relacionados con el hundimiento del barco ballenero Essex debido al ataque de un enorme cachalote blanco, pedirá a un viejo y alcohólico Thomas Nickerson (Brandan Gleeson), que supere la aprensión y narre lo que pasó. Un hombre necesitado de una gran historia para conseguir escribir la gran novela que ansía escribir enfrentado a otro hombre necesitado de sacar de su interior una historia que, al parecer, lleva toda la vida atormentándole. Y, por otro lado, está la historia que Nickerson narra, y que enfrenta a su vez a otros dos hombres, al capitán Pollard (Benjamin Walker) y al oficial Owen Chase (Chris Hemsworth), enfrentamiento, por otro lado, tan manido como, al final, casi circunstancial a no ser por el final. Quedaría otro enfrentamiento, contra la gran ballena blanca que acaba hundiendo el barco, aunque en verdad, en este caso, es el gran cachalote quien acaba convirtiéndose en la “cazadora” una vez que los tripulantes del Essex queden a la deriva. Howard intenta crear una película basada en la dialéctica entre los personajes, pero falla precisamente en conseguir que éstos tengan la suficiente entereza para que puedan ir más allá de una construcción tan simple y sencilla que no depara matices ni sorpresas.
Así, la atención se debe desviar entonces a donde realmente brilla la película, y es en el tramo en el que la acción pura y dura se impone. Ahí Howard se maneja con bastante brillantez, dado que apenas debe preocuparse de los personajes y de la historia, y convierte la película en una intensa aventura marítima que, una vez hundido el navío, decae nuevamente, porque toda la parte en la que la tripulación va a la deriva, carece de tensión y de ritmo, en cierto modo porque deberían ser los personajes quienes dieran consistencia al drama. Y como los personajes han dejado de interesar, todo se reduce a su sufrimiento, a la gran ballena blanca que los persigue y a un último y clarificador enfrentamiento –con el que Chase aprende, por supuesto, una gran lección-, pero pasa por encima de los detalles que, curiosamente, han dejado a Nickerson trastocado durante toda su vida; acciones que, en un momento de necesidad y de supervivencia, se hacen necesarios pero que pueden implicar un shock vistos con perspectiva. Pero Howard, y los productores, por supuesto, saben que están manejando una película de corte comercial en el que una cosa es sugerir, aunque sea con claridad, y otra es indagar en ello –y no hablamos de mostrarlo explícitamente-. Lo cual produce una extrañeza, porque en realidad a Nickerson toda la experiencia con la ballena, en realidad, parece haberle traído sin cuidado a lo largo de toda su vida, no en cambio otros hechos.
Y todo esto narrado mediante un relato muy clásico en el que Howard se concede alguna que otra licencia, como esos planos que rompen la frontalidad del encuadre, aunque no tengan sentido alguno ni aporten en realidad algo, o el cambio en la textura de la imagen en algunos pasajes de la película, y, sobre todo, en cómo de un relato épico es capaz de pasar a un relato del fracaso que, lástima, acaba llevándolo de nuevo a un sentido del triunfo bajo el falso discurso de una historia de aprendizaje, porque no hay nada como mirar de frente a un cachalote de treinta metros de longitud para aprender que mejor no meterse con él.
Lo mejor: La parte que va desde que el navío sale de puerta y su hundimiento y, en general, cuando en la película hay movimiento, acción. Y los cinco minutos de Jordi Mollá, una aparición en pantalla tan impactante como la gran ballena blanca, por diferentes motivos, claro.
Lo peor: El que van dejando de lado ideas interesantes que habrían dado más fuerza a los personajes y a la historia.