Distopía para las masas
por Paula Arantzazu RuizToda sociedad fascista rinde culto al cuerpo. Todo régimen del miedo hace uso del espectáculo como herramienta de control del pueblo. No estamos ante titulares que describen nuestro día a día, que podría, sino frente a las máximas de las que buen uso hace Suzanne Collins en su vendidísima trilogía literaria Los juegos del hambre, trasladada ahora a la gran pantalla por Gary Ross (Pleasantville, Seabiscuit) con el objetivo de romper récords de taquilla y transformarse (cinematográficamente) en la nueva saga épica de referencia para los chavales que no pueden todavía probar el alcohol en las discotecas.
'Los juegos del hambre' es, así pues, la primera de las cuatro entregas firmadas por Collins en papel y Ross en pantalla, una suerte de epopeya en una Norteamérica posapocalíptica donde los adolescentes actúan de estrellas mediáticas en un juego de supervivencia donde sólo puede quedar uno vivo. Como en el antiguo Imperio Romano, la arena de combate es un estadio creado para el propio espectáculo de muerte, aunque aquí la plaza no sea de tierra y sangre, sino un escenario cercano al concepto contemporáneo de lo espectacular: por una parte, la arena pública de la televisión, la sonrisa, el maquillaje, la prueba de la simpatía y el agradar, una mirada al espectáculo del reality que ya habíamos visto en 'Black Mirror' (Charlie Brooker, 2011); por la otra, el ruedo strictu sensu, más parecido a un videojuego de plataformas en IMAX creado por informáticos desde una sala externa y capaz de introducir en el momento peligros o extra bonus según el ánimo del productor o la audiencia. Ambos circos comprenden la primera y la segunda parte del largometraje y definen los dos tonos de la película: de fábula distópica de estética Speeriana en su tramo inicial pasa a survival en la estela de 'Perseguido' (Paul Michael Glaser, 1987).
Más allá de su pastiche de referencias y estrategias estéticas, que maneja con mucha soltura Gary Ross y su equipo, 'Los juegos del hambre' flaquea por el lugar donde se posiciona ante una historia que busca ser una crítica a los excesos de la dictadura espectacular. En todo momento, estamos siguiendo a la protagonista, Katniss Everdeen (Jennifer Lawrence) en su sucesión de plataformas a superar, sin que aproveche la ocasión para romper la distancia política que existe entre cada uno de los espacios de la tiranía de Panem: el terreno del juego, Capitolio y los distritos del país. La meta en esta primer parte de la saga es lógicamente salir con vida, pero es imposible no pensar que la película premia la consecución del triunfo en la cruel arena mediática - la astucia, el sigilo, la fuerza del héroe, heroína en este caso- como signo del buen estado de salud del sistema, no pensar que, en definitiva, sigue laureando el fin por delante de los medios.
Lo mejor: El pastiche estético, capaz de congregar todo tipo de referentes de la distopía ya sea o no fílmica: Truffaut, Albert Speer, 1984, de Orwell, Un mundo feliz, de Aldous Huxley, Perseguido...
Lo peor: Un final algo descompensado y abrupto tras más de dos horas de película, ciertamente fallido en sus intenciones de crítica al fascismo del espectáculo.