Aprenderse la letra
por Alberto CoronaLa cuestión es la que sigue. En 1995, el cotizado director de videoclips Michael Bay debutó en el cine con una prototípica 'buddy movie' cuyo rasgo diferenciador estribaba en cómo se nutría de las demandas de inclusión afroamericana que había impuesto la obra de Spike Lee en la industria estadounidense. El primer papel de Martin Lawrence había tenido lugar, de hecho, en la fundacional Haz lo que debas. El caso es que lo que no dejaba de ser un encargo sometido a estudios de mercado se acabó convirtiendo en una de las cartas de presentación más rotundas de la década de los 90; no precisamente la de Will Smith (aunque un poco también), sino la del tal Michael Bay que en cada minuto del ya excesivo metraje de Dos policías rebeldes parecía gritar “esto es lo que me interesa del cine”. Esto es lo que he venido a hacer. Y esto es lo que hizo en los años siguientes, teniendo tiempo algo después, con Dos policías rebeldes II, de canalizar la esencia de su estilo a través de las dos horas y media más delirantes que han estallado en su filmografía. Y ya es decir.
Por todo ello, una entrega de Dos policías rebeldes sin Bay dirigiendo se antojaba algo parecido a una blasfemia. Un atentado cultural. Un robo del fuego de los dioses cuyos responsables, el dúo belga formado por Bilall Fallah y Adil El Arbi, merecían ser torturados diariamente cual Prometeo. Por su afrenta al sacrosanto y todopoderoso Bayhem. Constituye por todo ello un pecado al que no puede sobreponerse la finalmente titulada Bad Boys for Life pero que, en la primera de las muchas sorpresas que esconde su conjunto, acaba motivando un ejercicio de mímesis de lo más interesante sobre cómo lidiar con el legado de Michael Bay dentro del cine de acción actual, más ortopédico y despersonalizado que nunca. Fallah y El Arbi intentan desesperadamente emular los discursos visuales de su predecesor a base de copiar la extenuante percusión de su montaje, los ángulos que capturen la faceta más épica de sus actores o los enloquecidos planos recurso de Miami, quedando varias veces como recursos impostados -sobre todo, y como cabría esperarse, en lo referido a unas escenas de acción algo rutinarias-, pero sobre todo dando cuenta de un cansancio desencantado que, aquí está el punto, no podría venirle mejor a una propuesta como la de Bad Boys For Life.
Bad Boys For Life es una 'buddy movie' crepuscular que reflexiona sobre el sentido trascendental (incluso metafísico) de la saga que la precede. Y los directores, como son muy conscientes de lo que necesita el guion que tienen entre manos -firmado entre otros por Joe Carnahan, lo que quizá debería bastarnos para dejar la condescendencia a un lado-, aprovechan para plegar su Bayhem zombificado a unas exigencias emocionales muy diversas. Dicho zombi es ultrajado mediante la parodia -algo que por otra parte ya ha hecho Bay en numerosas ocasiones a lo largo de su filmografía-, y además asistimos a una suerte de cuestionamiento de la energía que lo sustentaba gracias a los arcos de sus personajes. Porque lo más sorprendente de todo no es que Bad Boys For Life sea la mejor entrega de la trilogía -y soy consciente de lo herético de mis palabras-, sino que además es la única a la que parece importarle los protagonistas que la pueblan. Que ya no son Will Smith luciendo traje y Martin Lawrence pegando gritos, sino Mike Lowry replanteándose el lugar al que le ha conducido una carrera llena de violencia y abusos de poder, y Marcus Burnett preocupado por el más allá mientras comprende que prefiere pasar el tiempo con su nieto antes que pegar tiros.
Como otras grandes películas de un género al que la saga Dos policías rebeldes nunca se había acabado de adscribir debido a las inquietudes específicas de Michael Bay, Bad Boys For Life extrae su encanto de dos tipos duros teniendo dudas y poniéndolas en común a través de los diálogos chillones y surtidos de palabrotas marca de la casa -gloriosa la recuperación de Joe Pantoliano-, sin perder en ningún caso la capacidad para molarlo todo. Una capacidad que es reforzada asimismo por el excelso acompañamiento de los fichajes juveniles -qué sería de una película sobre la vejez sin el relevo generacional-, y la acertada lectura de los tiempos contemporáneos que elabora el filme, filtrada a través de motivos humorísticos tan efectivos como las diversas formas en que Marcus modifica el apelativo de “bad boys”, o todas las veces en que él y Mike olvidan qué viene después del estribillo de su canción fetiche. Bad Boys For Life, por suerte, sí se ha aprendido la letra y, mientras esperamos a que sus personajes también lo hagan, sólo queda disfrutar de la modélica comedia de acción que resulta ser.