Un mundo perfecto
por Mario SantiagoCuando hablamos de películas-pastiche –ese cine que surge de la combinación de referentes– solemos pensar en directores como Quentin Tarantino o Baz Luhrman: los apólogos del cineasta DJ. Sin embargo, la idea del pastiche está mucho más extendida de lo que podría parecer. Incluso en un drama familiar de corte intimista como Una vida en tres días podemos encontrar esa avalancha referencial que es la principal seña de identidad de la posmodernidad fílmica. En este caso, Jason Reitman (el director de films como Up in the Air o Young Adult) navega con ánimo nostálgico por ese nuevo edén fílmico que es la década de los 80; un paraíso perdido que se han encargado de idealizar, cada una a su manera, películas como El hijo de Rambow, Super 8 o la saga de Los mercenarios.
El primero y más elemental de los referentes que maneja
Una vida en tres días es la idea de la familia disfuncional que planea por el cine de Steven Spielberg, a quién se cita de forma explícita cuando los protagonistas se sientan a ver por la televisión Encuentros en la tercera fase. Luego, en una apuesta intermitente por un cierto lirismo, encontramos unos montajes entrecortados y un uso marcadamente poético de la voz en off que hace pensar en el cine de Terrence Malick; aunque el referente más directo es seguramente la mirada inocente al horror de la sobrevalorada Cuenta conmigo. Y, por último, conformando el trasfondo formal y tonal que sostiene al conjunto, encontramos ecos de la cara más sensible de Clint Eastwood: por momentos, la trama parece hibridar las historias de Un mundo perfecto y Los puentes de Madison. Visto todo esto, podríamos concluir que Reitman no tiene mal gusto a la hora de elegir sus referentes; sin embargo, el problema es que la ansiedad por citar y homenajear termina derivando en una película que no sabe encontrar su propia personalidad.
El resultado de este extravío estilístico queda bien patente en una escena en la que los tres protagonistas de la película –Kate Winslet como una abatida madre coraje, Josh Brolin como un bandido de buen corazón y Gattlin Griffith como el pequeño narrador– viven un momento de comunión mientras cocinan un pastel. Con las manos en la masa, componiendo un elogio a la pastelería sentimental, los personajes reeditan, en versión ‘soft’, la ridícula escena del magreo con el barro de Ghost. Por supuesto, esta escena tiene un impacto directo y milagroso sobre el relato: la amenazante presencia del extraño (Brolin) se transfigurará de forma instantánea en una cálida figura paterna para el chico y en una nueva puerta abierta al amor para la madre. De hecho, casi todos los movimientos anímicos del film se producen de forma abrupta, una circunstancia habitual en las adaptaciones literarias que aspiran a integrar todos los giros argumentales de la novela –Una vida en tres días lleva al cine la obra Como caído del cielo de Joyce Maynard–.
En definitiva, esta dependencia de las formas de la literatura termina llevando la película hacia un territorio en el que se echa en falta algo más de sugerencia. Al adoptar la mirada inocente e impresionable del niño, Reitman intenta plantear un juego de puntos de vista donde la realidad adquiera una cierta carga mítica –como ocurría con mejores resultados en Mud de Jeff Nichols–. Sin embargo, la operación no acaba de llegar a buen puerto debido a la tendencia de Reitman a hacer explícitas, siempre visibles, las motivaciones de los personajes.
A favor: Los destellos de talento actoral que proporciona Josh Brolin.
En contra: La frágil personalidad fílmica de la película no consigue sostener un relato demasiado inverosímil.