El amor que nos ama
Hay un amor que es como un riachuelo que se seca cuando la lluvia no lo alimenta. Pero hay otro amor que es como un manantial proveniente del cielo, siempre eterno. No obstante, cualquier tipo de amor, incluido el espiritual, es susceptible a la crisis, ya sea en la piel de una pareja que debe hacer frente a sus infidelidades mutuas o en el sacerdote que cuestiona su propia fe y la presencia de Dios en la Tierra. Terrence Malick se ampara en estas dos historias para volver a hablar del amor y el odio que puede llegar a nacer de él, de lo terrenal y lo celestial, de lo humano y su relación con la naturaleza, y en general de la crisis sentimental, familiar, moral y de la fe.
No es fácil ver una película de Malick. Más que películas, el cineasta nos sirve siempre experiencias cinematográficas a las que hay que ir predispuestos mental y emocionalmente. Su cine es para una minoría, la que está dispuesta a dejarse llevar por esa cámara en comunión con la naturaleza, por esa misma naturaleza en comunión con su luminosa fotografía –una vez más inclinémonos ante Emmanuel Lubezki-, por esos personajes que más que hablar dialogan consigo mismos mediante el uso de la voz en off, por ese montaje tan lento que invita a la reflexión.
Todo esto está presente en “To the wonder”, pero hay un detalle importante que diferencia esta nueva propuesta del resto de su filmografía, y es el tiempo que ha tardado en gestarse. Habitualmente, Malick deja madurar sus proyectos, tanto que con casi 70 años ha dirigido tan sólo seis películas. Sin embargo, entre la que nos ocupa y su anterior proyecto apenas ha pasado un año, y el resultado se nota. No por su acabado formal, que vuelve a ser impecable, sino porque parece montada con material descartado de una obra maestra como “El árbol de la vida”. Todo en “To the wonder”, desde lo artístico hasta lo temático, suena a ya visto, y la impresión que da tras verla es que estamos ante una hermana menor de aquella joya que nos regalara hace apenas dos años.
Esto debería contentar a los malickianos como yo, pero no es así. Siempre es gratificante ver un trabajo suyo, y aunque voy predispuesto a vivir la experiencia, no atisbo en ella la misma sensibilidad que en “El árbol de la vida”. Entiendo su temática, pero no me llega, no veo una moraleja ni un discurso que extraer de ella, no soy capaz de adentrarme en su gruesa capa gélida. Me quedo tan pétreo como el semblante de Ben Affleck, al que se come crudo una maravillosa Olga Kurylenko, actriz a la que la cámara adora. El tijeretazo en el montaje es evidente e impide que sea partícipe de su mensaje. Javier Bardem está muy bien, pero su personaje está desdibujado, se limita a deambular por ahí, y lo de Rachel McAdams es poco más que un cameo.
Y, pese a todo, el amor hacia su cine es tal que soy incapaz de suspender un film suyo. Aunque no me haya llegado como esperaba, sigo viendo poesía a través de sus bellas imágenes, acompañadas de una banda sonora como mínimo deliciosa y de un uso de los sonidos naturales prodigioso. Esto lo sabe hacer Malick con maestría, pero ojalá pasen más años antes de poder ver su próximo trabajo. Desgraciadamente, su incontinencia cinematográfica actual lo va a impedir.
A favor: Olga Kurylenko y que visualmente es una joya
En contra: todo suena a ya visto