Uno de los innumerables vehículos que se construyeron a la medida de Alfredo Landa, cuyo plato fuerte era el esperado momento en que el actor irrumpía en escena embutido en recios calzoncillos ibéricos. La moral de la historia era tan lamentable como de costumbre: el protagonista temía hacer el ridículo en su noche de bodas, por lo que decidía recibir lecciones de una maciza francesa.
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