El peor día
por Carlos Losilla'Tan fuerte, tan cerca' debería ser una película de fantasmas. Por la mente del espectador deambulan los muertos del 11-S, aquel acontecimiento traumático para el imaginario colectivo americano que sirve aquí de marco de referencia. Y en la mente del protagonista, el pequeño Oskar Shell (Thomas Horn), se instala la voz de su padre, una de esas víctimas del "peor día", como lo llama el niño, que pide una especie de resurrección a través de una misión que encomienda a su hijo en forma de objeto simbólico: una llave para abrir algo, no se sabe muy bien qué, y alguna que otra pista para encontrar la respuesta. En ese sentido, el guión de Eric Roth ('El curioso caso de Benjamin Button', 'El buen pastor', 'Munich', entre otras) resulta inquietante, sombrío, y también como una especie de puesta al dís siniestra de la estructura del cuento infantil, del niño que debe pasar ciertas pruebas para lograr una cierta sabiduría.
Todas estas evocaciones, sin embargo, se difuminan parcialmente pasadas por el filtro de la puesta en escena de Stephen Daldry. El director de 'Billy Elliott', 'Las horas' y 'El lector' parece que va mejorando, que se va desprendiendo del anquilosamiento pseudoliterario para mostrarse más suelto, con más ganas de fabricar imágenes distintas. Aquí, la combinación entre el monólogo interior de Oskar y la narración entrecortada, elíptica, a veces realmente misteriosa, de esa odisea contemporánea proporciona momentos inquietantes, incluso emocionantes. Pero Daldry aún no ha adquirido la capacidad de sugerencia suficiente como para encontrar el tono justo, entre lo implacable y lo sutil, que necesitaba esta película, y de ahí que deba recurrir a la representación física de un personaje, el padre (Tom Hanks), que debía haber sido elidido, convertido en ese espectro constantemente invocado por el chico, en una sombra sin rostro. En este sentido, los flashbacks en los que aparece resultan postizos, inverosímiles, innecesarios. 'Tan fuerte, tan cerca' debía haberse jugado en el terreno de las ausencias, y sin embargo cede a la tentación de lo obvio.
La demostración de esta incoherencia en la que acaba cayendo la película de Daldry se encuentra en la comparación entre dos de sus bloques. En uno de ellos, el abuelo (Max von Sydow) entra en escena y, sobre todo gracias a la presencia física del actor, que no pronuncia una sola palabra, otorga una inesperada energía interna tanto a los desvelos del niño como a la indecisión de la propia película. En otro, el que corresponde al segmento final, la resolución del enigma abandona ya por completo toda sutileza para lanzarse al mero registro explicativo, que fatalmente conduce la película al abismo sentimental, superficial. En un momento dado, pues, un actor se adueña del relato y le insufla la vida que le falta, nos sobrecoge y nos fascina. Pero después todo eso se difumina y queda esa extraña capacidad de Daldry para convertir en libro ilustrado de regalo lo que hubiera podido ser verdadera épica de nuestros días. Y es así como un relato sobre la pérdida y el duelo acaba pareciendo, intermitentemente, una de las historias que contaba Tom Hanks, perdón, Forrest Gump desde su banco.
A favor: un cierto desconsuelo que toma forma en la figura imponente, mitológica de Max von Sydow.
En contra: la banalización de una historia que necesitaba un cineasta con sentido de la medida.