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    The Turin horse
    Críticas
    5,0
    Obra maestra
    The Turin horse

    Un espectáculo portentoso

    por Carlos Losilla

    Un breve rótulo inicial alude al filósofo Friedrich Nietzsche que, en las calles del Turín de 1889, se agarró al cuello de un caballo maltratado por su cochero y no quiso soltarlo hasta que apareció un conocido suyo y logró arrancarlo del lugar. Murió once años después, en un manicomio. Pero ¿qué tiene que ver esa historia con lo que sigue en la película de Béla Tarr? ¿Por qué el cineasta húngaro, el responsable de monumentos cinematográficos como 'Las armonías Werckmeister' o 'Satántango', la ha titulado así? Éstas son algunas de las preguntas que plantea 'El caballo de Turín', aunque no las únicas. Y éstas son las cuestiones que demandan un espectador activo, sin el cual una película como ésta no tendría ningún sentido.

    Un padre y su hija conviven en una casa aislada, constantemente azotada por un viento infame. Parece ser que se anuncia el fin del mundo, como se encarga de ratificar de manera un tanto esquiva un vecino visionario. El padre es el cochero, y su caballo, el caballo de Turín y el de Nietzsche, no tiene intención de obedecerle nunca más. El padre y la hija pasan los días en la casa, comiendo patatas hervidas y en un silencio denso, abrumador. Se levantan por la mañana, preparan la comida, miran por la ventana, salen a ver cómo el viento arrastra los rastrojos, se acuestan. Todo ello en un blanco y negro poderoso, sin ningún tipo de adorno estético, con una sequedad implacable. Y todo esto un día tras otro, en una estructura repetitiva que podría multiplicarse hasta el infinito. El eterno retorno.

    Hay que ir a ver 'El caballo de Turín', pues, para enfrentarse a uno de los espectáculos más grandiosos del cine de los últimos años. A menudo asociamos la palabra, "espectáculo", con la acción y las persecuciones, o con los efectos especiales. El espectáculo de Tarr vuelve a un sentido más originario del término: aquello que nos conmueve por su grandiosidad. Y que 'El caballo de Turín' sea una obra maestra no obedece tanto a su condición "artística" como a su condición "espectacular": convertir el viento, el silencio, el hecho de comer una patata en algo fascinante, que nos mantiene clavados en la butaca por el modo en que se filma y se muestra, es la prerrogativa de un gran creador de espectáculos como Tarr. Podríamos, por tanto, hablar de ideas y de filosofía, y en eso la película resulta también apabullante, pero en una primera visión yo me quedo con los hechos, con esas cosas que el cine contemporáneo ha desterrado de su territorio para convertirlas en "elitistas" o "pedantes".

    Que nadie se prive de ver 'El caballo de Turín' por miedo a esa "pedantería". Por supuesto, es una película sobre el fin del mundo, sobre algo que se acaba y que se apaga, como el portentoso plano final. Es la película de un pesimista que ve el final de una cultura, del mismo modo que Nietzsche vio el final de la suya. En este sentido, Tarr se identifica con Nietzcshe, y con el caballo que ya no quiere salir porque en el exterior no hay nada. Pero, a la vez, El caballo de Turín es una película exultante, y uno sale del cine respirando a pleno pulmón, pensando que el futuro es posible. Si el del cine lo es, cosa que queda demostrada, quizá también el otro. Tarr se retira, se aparta a un lado (ha dicho que ésta será su última película), pero deja el terreno libre, materiales para la construcción de un cine nuevo, herramientas para la esperanza. Nos dice que una simple imagen puede mover el mundo, pero hay que verla, con los ojos bien abiertos. Pues bien, ahí está su película para que ese mundo no desaparezca.

    A favor: La mera existencia de una película como ésta.

    En contra: La posibilidad de que muy poca gente se entere de su paso por la cartelera.

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