La aristocracia rural
por Carlos LosillaClaude Miller era un tipo curioso. Fue ayudante de dirección nada menos que de Robert Bresson (Al azar Baltasar, 1966), Jean-LucGodard (WeekEnd, 1967) o Jacques Demy (Las señoritas de Rochefort, 1967), y luego se encargó de revisar y adaptar en imágenes un guión dejado por François Truffaut, La pequeña ladrona (1988). Sus películas como director nunca fueron nada del otro mundo, pero, hasta su muerte en 2012, mantuvo una dignidad y una coherencia que a la vez lo alejaron de todas las capillitas. Por eso sorprende y satisface que su película póstuma presente, por lo menos, dos sorpresas que enlazan aún más su cine con una cierta tradición. Primera, está basada en la novela del mismo título de François Mauriac, abuelo de Anne Wiazemsky, que acaba de publicar un libro, Un año ajetreado, sobre su relación con Godard precisamente en la época en que ella acababa de protagonizar Al azar Baltasar y él acometía La Chinoise (1966), su película anterior a WeekEnd. Segunda, Thérèse Desqueyroux también fue adaptada al cine en Relato íntimo (1962), con guión de Claude Mauriac y dirección de Georges Franju, uno de los padres de la Nouvelle Vague. El fallecimiento de Miller el año pasado, antes de que su película se presentara en el festival de Cannes, culmina de manera un tanto melancólica lo que parece ser el fin de una época.
Más allá de esta bonita finta literaria, Thérèse D. podría confundirse fácilmente con una de esas adaptaciones de "qualité" que tanto abundan en el cine de al lado. Y más si se compara con la versión de Franju, alucinada, nebulosa, casi surrealista en la ceración de un clima extraño y misterioso. En lugar de eso, Miller opta por una puesta en escena a la vez muy clásica y perezosa, preciosista y austera. ¿Cómo se combina eso? Pues siguiendo los meandros melodramáticos de la novela pero sin mancharse las manos, sin subrayados ni voces destempladas. O eso parece, pues la película muestra un "sottovoce" que es en sí mismo un grito, como si Miller y sus guionistas estuvieran deseando decirnos con mayor claridad que nos están contando la historia de una eterna insatisfecha, una hija de Madame Bovary enfrentada al fin de una clase social y de una raza, allá en el periodo de entreguerras. Thérèse (una desconcertante Audrey Tautou, como si Amélie decidiera envejecer en la campiña) no encaja en ninguna parte, pese a sus orígenes burgueses, y cuando se casa con Bernard (Gilles Lellouche), hijo de otra gran familia rural, todo se derrumba, hasta llevarla a una situación límite que no les explicaré, no teman.
Miller parece tener muy presente la película de Franju, y no quiere perderla de vista, pero tampoco someterse a su fuerza hipnótica. Por eso su Thérèse D. se conserva siempre en un semitono forzado, en el fondo crispado, en un territorio neutro donde parece que por fin va a estallar el golpe de genio que nunca asoma. Al contrario, si alguna vez se produce una salida de tono es por el lado que no lo necesitaba, como cuando caracteriza a Jean Azevedo, el amante de la cuñada, como una especie de "beatavant la lettre", un mozo atractivo y aguerrido, cuya mayor temeridad, por otro lado, parece ser vivir en una barcaza y salir a navegar. Los planos del velero rojo al viento, filmados desde arriba, son el símbolo de aquello que la película debería haber reprimido en favor de otras cosas. Porque tenemos la naturaleza, la casa, la mente atormentada de Thérèse. Y cuando se centra en eso, Miller logra sus mejores momentos: los animales amenazadores como simple presencia, el caserón inmisericorde, la progresiva pérdida de conciencia que sufre Thérèse, la escisión de la identidad… En los instantes en que la película es capaz de filmar algo de eso, se robustece, proporciona destellos de gran cine. Cuando sigue su argumento de manera banal, se limita a ilustrar una rara historia de amor (la de Thérèse y Bernard) que tiene interés, pero que se pierde en los intersticios. No se confundan, sin embargo, esta no es una película despreciable.
A favor: cómo filma los campos, el interior de la casa, la frontera que supone todo ese mundo.
En contra: cómo deja escapar la oportunidad de conseguir resultados mucho más complejos.