AMOR (Amour, Francia, Alemania, Austria, 2012), de Michael Haneke.
Con la película ganadora de la segunda y consecutiva Palma de Oro, el controvertido realizador austriaco no tenía absolutamente nada que demostrar. Después de más de veinte años dirigiendo y guionizando películas (más otros diez en televisión) e inmediatamente después de la ambiciosa y excelente La cinta blanca (Das weiße Band, Alemania, 2009), Haneke se planteó hacer algo completamente diferente. Como él mismo ha manifestado, quería contar la historia de un amor que se acaba. Rodada con aparente sencillez, la película es un prodigio de sobriedad narrativa, pero al mismo tiempo posee un absorbente virtuosismo a la hora de presenciar, más que filmar, la agonía de Anne (excelente Emmanuelle Riva) y con ella, la de Georges (magistral Jean Louis Trintignant). Ambos componen un matrimonio de músicos en el otoño de su vida, cuya rutina cambia cuando irrumpe el progresivo deterioro físico y mental de ella. Cada plano, cada secuencia, están profundamente meditados, del mismo modo que Rembrandt, Renoir o Vermeer reflexionaban sobre cada trazo a la hora de plasmar su idea en el lienzo. La elección de cada emplazamiento de la cámara y cada movimiento de la misma (apenas perceptible), forman parte de un engranaje en la búsqueda de un propósito común: narrar el incondicional acto de amor, el que se entrega a las puertas de una muerte lenta y dolorosa, un amor conmovedor como en pocas ocasiones hemos presenciado ante una pantalla de cine. Haneke acomete la historia desde una mirada privilegiada, la que otorga la sabiduría y el talento, que no están al alcance de todos. La puesta en escena es cadenciosa, con una parsimonia casi estática, que persigue la lenta y casi ritual rutina de los personajes principales, cuyos actores, en plena senectud, rebosan una sensibilidad y autenticidad únicas, muy difíciles de encontrar en el cine actual.
Dos secuencias a modo de ejemplo, describen a la perfección la maestría del realizador. Aquella en la que Anne se resiste a ser alimentada y se niega a beber agua. Haneke coloca la cámara en contrapicado enfocando a Georges desde la mirada de Anne. Aquél le dice a ésta que tiene que beber o si no morirá, para preguntarle si es eso lo que quiere. Un sostenido contraplano de Anne en picado, desde la óptica de su esposo, capta la desdichada mirada de la gran actriz francesa. Su rostro responde por sí solo, sin necesidad de una sola palabra. La otra secuencia, capta magistralmente una tensión emocional in crescendo, ante la irrupción de un elemento externo a la vivienda de los ancianos. Se trata de la hija Eva (Isabelle Hupert) en una de sus visitas. Georges, antes de abrirle la puerta, cierra con llave la habitación donde Anne se encuentra postrada. Tira de la cadena de la cisterna del servicio próximo a la referida habitación (para dar la sensación de que tardaba en abrir porque estaba en el baño) y abre la puerta. Conduce a Eva a la sala de estar, en el lado opuesto de la habitación en la que está Anne y cierra la puerta de dicha sala. Eva, que necesita ver a su madre, sale del salón y cierra su puerta detrás de ella (es un acto de oposición a la voluntad de su padre y exige intimidad respecto de él). La cámara permanece todo el tiempo a la derecha de Georges, a la altura de su mirada a muy poca distancia, enfocándolo en primer plano, de lado y sentado. Al fondo está la puerta por donde acaba de salir Eva. Fuera de plano escuchamos los pasos de ésta sobre el parqué del apartamento, el intento infructuoso de abrir la puerta de la habitación de su madre y nuevamente sus pasos de regreso al salón donde irrumpe impetuosamente y donde le espera pacientemente su padre. Vuelve a cerrar la puerta y se reanuda la escena de diálogo entre ambos. El estatismo de la cámara de Haneke coincide con la quietud e intento de serenidad del anciano, en claro contraste con la visceralidad emotiva de la hija. A ello se añade el inquietante empleo del sonido fuera del plano. La combinación de todos los elementos, otorga una modélica carga dramática a la escena.
La implacable cámara capta la creciente carencia de deseo de vivir en Anne (en consonancia con su proceso degenerativo) y la frustración, ira e impotencia de Georges en su inagotable y quimérica labor de que su esposa se alimente, hable o haga ejercicio (lo deja todo para atender cualquier deseo y necesidad de su esposa). Anne gime, grita que le duele, no habla, sino que balbucea alguna que otra palabra, desvariando paulatina e irreversiblemente.
Poética, hipnótica, sutil, fascinante... son palabras que sin duda definen y caracterizan esta magnífica pieza de cámara, directa, sin concesiones ni asideros emocionales, que alcanza un difícil equilibrio al lograr sortear el recrearse innecesaria y excesivamente en la desgracia que describe. Si Woody Allen decía que hoy ya no hay genios en el cine, solo algunas buenas películas, habría que decirle que está equivocado, aunque probablemente para experimentar una experiencia cinematográfica parecida haya que retroceder hasta los tiempos en los que cineastas de la talla de Ingmar Bergman, Carl Dreyer, Luchino Visconti o Michelangelo Antonioni estrenaban sus propuestas. La palabra obra maestra, que tan a la ligera usamos, se creó para películas como esta.