Sobre la autenticidad y el paso del tiempo
por Israel ParedesCon Mientras seamos jóvenes, octava película de Noah Baumbach, el cineasta se aleja en muchos sentidos de su anterior obra, Frances Ha y, en cambio, se acerca a Greenberg, no sólo al recuperar a Ben Stiller, actor cuya maduración en pantalla es digna de consideración, sino también en su retrato de unos personajes, quizá menos exagerados o extremos en su construcción, pero igual de neuróticos y varados en el presente. Claro que, en esta ocasión, Baumbach vertebra su relato alrededor, a priori, del choque generacional antes que en el retrato directo de una generación, si bien acaba siendo el relato de dos generaciones que conviven en la actualidad con tanta naturalidad como extrañeza. Y, ante todo, se adentra en el clásico modelo de comedia neoyorquina en una suerte de reescritura de la misma.
Aunque esa dialéctica o enfrentamiento entre dos formas de concebir el mundo sirve para hablar del paso del tiempo y de la aceptación de que, guste o no, éste transcurre, las cosas cambian y el regreso al ayer se presenta imposible, Mientras seamos jóvenes acaba alzándose como una inteligente película sobre las diferentes formas de concebir, acercarse y crear arte, del cine en particular, de cómo se consume hoy en día la cultura. Porque, para Baumbach, parece que no se trata tanto de la forma como del fondo que anida bajo la superficie.
Dos parejas. Por un lado, Josh (Ben Stiller) y Cornelia (Naomi Watts); por otro lado, Jamie (Adam Driver) y Darby (Amanda Seyfried). Los dos primeros han pasado los cuarenta y tienen, en apariencia, una vida ordenada y enfocada con el principal problema de dudas sobre su no paternidad, la cual queda patentada en que sus amigos más cercanos son padres y sus vidas giran alrededor de sus hijos. Josh, además, lleva seis años trabajando en un documental de marcado contenido “intelectual” el cual no consigue terminar por problemas tanto de dinero como de indecisiones personales. Un día, tras finalizar de impartir una clase, conoce a Jamie y a Darby, y la vida de la pareja cambia al verse introducidos en unos hábitos de vida más desinhibidos y libres. A este respecto, Mientras seamos jóvenes no resulta del todo original, por supuesto, sobre todo porque desde la cita de Ibsen, extraída de El maestro constructor, que abre la película queda más o menos claro que se producirá esa especie de proceso vampírico mediante el cual Josh y Cornelia adoptarán las formas de conducta e, incluso, de vestimenta de sus nuevos amigos.
Lo curioso es que la pareja “adulta” vive apegada a sus aparatos tecnológicos, se relacionan mediante las nuevas formas de comunicación, en resumen, están, o eso parece, inmersos en la actualidad, en el mundo de hoy. Por su parte, Jamie y Darby se adecuan, casi hasta la parodia, a una imagen hipster: ellos no escuchan música en ipods, lo hacen en vinilos; viven en casas cuyos interiores están construidos con muebles casuales sin un diseño, en apariencia, preciso; ven cine en vhs en televisiones catódicas; van en bicicleta a todas partes y acuden a clases de baile urbano. En definitiva, viven una vida que en ojos de sus nuevos amigos parece más pura, más dinámica, más vital. Más real. Y sin embargo, ¿qué anida en realidad bajo esa apariencia? Josh acabará descubriendo que más bien poco, o, mejor dicho, lo mismo de siempre pero con otras formas. Que bajo esa vida ideal y auténtica, en realidad, se esconden movimientos sibilinos y manipulables. Y que, por desgracia, se adecuan bastante a ciertos modos de comportamiento imperantes en la actualidad.
En Mientras seamos jóvenes Baumbach, siempre desde la comedia y la ironía, enfrenta esos dos mundos para, en realidad, hablar sobre la confusión reinante en la actualidad, porque los papeles parecen invertidos, y los jóvenes quieren vivir el ayer y los menos jóvenes el hoy con total intensidad. Y, en medio, cómo unos y otros se acercan a la cultura, cómo la consumen. Baumbach, en boca de un enorme Charles Gordin, recuperado para la ocasión, lo deja bien claro en el discurso final. Aparece un tema que, en realidad vehicula toda la película, el de autenticidad. Pero Baumbach no lanza grandes proclamas ni sermones, afortunadamente, se contenta con recuperar el dinamismo de las comedias neoyorquinas, con sus calles, con sus diálogos, con su pretenciosa intelectualidad, como ya hiciera en otro registro en la excelente Una historia de Brooklyn, en la que ya hablaba de una generación, de otra, algo hundida en su propia pompa. Ahora, Baumbach parece querer decirnos que, ante todo, uno debe aceptar quién es, alejarse de imposturas, y dedicarse a lo que quiere hacer sin condicionamientos de edad ni de modas cambiantes que, en su aparente modernidad, en realidad, esconden una postura francamente conservadora en su relación con el mundo y con los demás. El tiempo transcurre demasiado deprisa, mejor no detenerse en la superficialidad de las cosas.
Lo mejor: Los actores, especialmente Stiller, los diálogos, la capacidad de Baumbach para el conjunto y el detalle y su apuesta por la comedia más estilizada.
Lo peor: Que el intencionado trabajo en la construcción de los personajes parezca se confunda con estereotipos.