Primavera en otoño
por Carlos Losilla¿Recuerdan Deliciosa Marta, aquella gravosa epopeya de amor y gastronomía, donde Sergio Castellitto ejercía de irresistible chef italiano que devolvía la esperanza y la sensualidad a una cocinera taciturna? Pues si es así están de enhorabuena, ya que Mi amigo Mr. Morgan sigue los mismos pasos de la mano de Sandra Nettelbeck, la realizadora alemana responsable de ambas, al parecer obsesionada con el modo en que las almas deterioradas por los achaques de la vida pueden recuperar las ganas de vivir a través de seres especialmente dotados para eso que llaman “empatía”. Aquí se trata de una jovencita francesa que se cruza en el camino del tal Morgan, un viudo deprimido desde la muerte de su mujer, y lo convierte en otro hombre sin ni siquiera ofrecerle sus encantos. Película casta, que muestra París con extraña contención e identifica a Michael Caine con el epítome del actor envejecido interpretándose a sí mismo, Mi amigo Mr. Morgan cambia de tercio cuando aparecen los hijos del titular de la función, especialmente el hijo, que termina rendido a los encantos de la francesita. ¿Qué va a pasar entonces, especialmente teniendo en cuenta que Morgan-Caine se aferra a su chica como a un amuleto? ¿Cómo se solucionará el asunto familiar, esa saga que vamos adivinando poco a poco y que incluye al propio Morgan-Caine como padre distante y a su hijo como niño-hombre sediento de amor filial? ¿De qué modo satisfacer al espectador sin dañar a ninguno de los personajes?
Este último parece ser el objetivo de Nettelbeck, empeñada en una tarea pulcra e inofensiva, en filmar planos higiénicos como una mesa de operaciones y gestos elegantes, nunca más allá de la urbanidad. Si en Deliciosa Martha la comida tenía que ver con uniformes impolutos solo mancillados por la inofensiva verborrea del chef italiano, en Mi amigo Mr. Morgan el puritanismo americano del protagonista se ve enfrentado a una muchacha impecablemente francesa y un vástago que hasta en sus enfados muestra una contenida politesse. El gran problema de esta película es su obstinada corrección, el modo demasiado educado en que convierte un drama familiar de rompe y rasga en un bonito, acaramelado melodrama de salón, perfectamente ritmado por las imágenes frígidas con que filma actores y decorados. Por un lado, la ficción fluye como un río tranquilo en la mansedumbre del invierno centroeuropeo. Por otro, esa tranquilidad es tan artificial que el espectador avezado termina paseándose por ella como por un parque urbano, convertido en otro viejecito más que acompañara a Caine en su insulso periplo.
Hay que ser justos, sin embargo, y reconocer que, dentro de lo que cabe, hay cosas y cosas en esta película vocacionalmente otoñal. La segunda parte no alcanza nunca el tono justo, no acierta a la hora de enfrentar a padre e hijo con chica de por medio, convirtiendo el conflicto en una serie de diálogos tan interminables como inútiles. Pero la primera mitad no carece de un cierto punch, apagado y no obstante dotado de una inquieta melancolía, sobre todo en la descripción del modo de vida del protagonista, su rutina diaria y la irrupción en ella de la escueta figura de la muchacha. En esos momentos, Nettlebeck parece asomarse al Claude Sautet de Un corazón en invierno y pintar la monotonía con sentimiento y gracia. Pero ¿hemos dicho “rutina”, hemos dicho “monotonía”? Mi amigo Mr. Morgan parece, finalmente, confundir la forma con el fondo y termina ofreciéndonos un pobre, pobrísimo espectáculo a partir de unas cuantas vidas paupérrimas.
A favor: su adscripción a una tradición de melodramas incoloros y tristones cuyo recuerdo ayuda a soportar toda esta serie de tópicos.
En contra: Frau Nettlebeck debe de ser tan pulida que es incapaz de mancharse las manos incluso con este material tendente al drama shakespeariano.