Nuestros amigos de rojo
por Alberto CoronaCuando en 1990 John McTiernan dirigió La caza del Octubre Rojo logró algo muy meritorio, más allá de apañárselas para que una persecución entre submarinos que no fuera un soberano aburrimiento. También, en un cruce de ingenio y buena suerte al que el firmante de Depredador y La jungla de cristal no era en absoluto ajeno, esta adaptación de la primera novela de Tom Clancy supo ajustarse de forma magistral al contexto sociopolítico de la época, aprovechando la reciente caída del Muro de Berlín y el descrédito de la URSS para entregar una ágil aventura de espías centrada en una idea que escasos años antes le habría resultado ininteligible al público occidental: no todos los rusos son malos. Algunos, como Marko Ramius —un Sean Connery que ni siquiera se molestó en forzar el acento—, sólo quieren pillar un submarino, escapar de esa patria ingrata que llevan sufriendo décadas, y solazarse en las mieles del Nuevo Mundo, esos EE.UU. cuya victoria final no se limitará a la destrucción del enemigo, sino a conseguir que éste acabe bebiéndose una Coca Cola, y la disfrute, y sea lo mejor que ha probado nunca.
Es interesante comparar el clima donde nació la aventura inaugural de Jack Ryan con el que ahora recibe a Hunter Killer: Caza en las profundidades, y estudiar la relación entre rusos y estadounidenses que aquí se cultiva. La película de Donovan Marsh, que llevaba tiempo gestándose con gente como Antoine Fuqua o el fallecido Tony Scott vinculada al proyecto, vuelve a improvisar una alianza entre naciones a lomos de una chunguísima crisis diplomática, mediada por gente sobradamente capacitada para repartir órdenes y one liners con los brazos cruzados fuertemente sobre la espalda. En este caso concreto, el presidente ruso ha sido tomado como rehén mediante un golpe de estado oficiado por su Ministro de Defensa, cansado de la dócil política exterior que éste practicaba, y resulta que un grupo de soldados norteamericanos son los únicos que pueden rescatarlo, dejar al descubierto la conspiración, e impedir así que estalle la Tercera Guerra Mundial. Nuevamente, el voluntarioso espectador occidental descubrirá que no todos los rusos son malos en la figura del presidente secuestrado y sus fieles; la diferencia, ahora, es que este descubrimiento está teñido de terror y desesperación. Ojalá no todos los rusos sean malos, porque de ser así estamos jodidos.
El cambio en las motivaciones de la narración es sutil pero muy elocuente con respecto a la actualidad, donde Rusia dista de ser el enemigo refutado que parecía a finales de los años ochenta, y la hegemonía estadounidense está más cuestionada que nunca. Hunter Killer es hija de su tiempo y sus paranoias, y también, por esto mismo, un thriller mucho más ruidoso y rudimentario que el film de McTiernan. El de Donovan Marsh trata constantemente no sólo de sobreponerse a su frágil coyuntura, sino también a un espectador con déficit de atención —como podría serlo yo mismo, al que los señores de uniforme dando órdenes en sitios cerrados provocan un bostezo instantáneo—, disgregando el argumento en multitud de subtramas y personajes que acaban llevando el metraje más allá de las dos horas, y manteniendo sin embargo el control de lo que cuenta en todo momento. Hunter Killer, en su aplaudible condición de Caza del Octubre Rojo con esteroides, resulta por todo ello sorprendentemente sólida, y su decisión de tomarse tan innecesariamente en serio a sí misma es siempre refrendada por un guión y un reparto que, con la puntual excepción de un Gary Oldman en plena resaca gritona de El instante más oscura, cumplen de sobra.
Así pues, los mayores problemas a los que ha de hacer frente Hunter Killer resultan venir de serie, y se reducen a lo difícil que es desarrollar algo dramáticamente potable en medio de conversaciones apresuradas dentro de despachos y cabinas. Marsh lo sabe, y por ello decide dejarle cierto espacio a los tiroteos y a las heroicidades fusil en mano mientras el clímax se acerca y, como era evidente, todo acaba dependiendo del bando ruso. De su compasión, su humanidad, y su propia valentía. Y, por supuesto, dado que el final es feliz y civilizado, sólo queda sonreír, comprender que se ha visto un producto de acción más que digno, y reflexionar sobre el cambio de paradigma en algo que antaño pensábamos tan inmutable y genérico como era la americanada. No está nada mal para una película de Gerard Butler, la verdad.