El espectáculo sin fin
por Gonzalo de PedroDía 1 post apocalipsis: la humanidad se ha extinguido, y con ella todos sus registros, todos sus libros, todos sus estudios y conocimientos. ¿Todo? No, en algún depósito recóndito de algún bunker galo ha sobrevivido por azar la filmografía completa de Quentin Tarantino como único registro de nuestro paso por este mundo. Otro golpe de suerte quiere que un grupo de historiadores extraterrestres, que han aterrizado entre las cenizas de nuestra civilización con ánimo curioso, den con el depósito de películas: entre ellas Django desencadenado, la más reciente película de Tarantino. ¿Qué se encontrarían esos hipotéticos investigadores en esas latas, Blurays y archivos bajados de internet? Sin más referentes, la filmografía reciente de Tarantino reescribe con decidido afán revanchista algunos de los pasajes históricos más negros de nuestra civilización, y propone nada menos que una versión alternativa de la historia, que ya no la escriben los vencedores, sino los artistas. O lo que vendría a ser una relectura del ataque preventivo (venganza, u ojo por ojo) tan instalado en el subconsciente norteamericano.
En nuestro mundo pre apocalíptico, donde el espectador (es un suponer) conoce las líneas básicas del contexto histórico, la película de Tarantino no se enfoca tanto a la reescritura, pero sí al menos (y es bastante) a la venganza poética, al ajuste de cuentas: tras el apocalipsis nazi de Malditos bastardos (2010), Tarantino ha dirigido su cine justiciero a la esclavitud y los conflictos raciales en EE. UU., una de las manchas más extensas de su (nuestra) historia reciente, y que está lejos de haberse superado, como bien demuestran las encendidas respuestas de algunos a la mirada, mucho más que lúdica y gamberra, de Tarantinto. Django desencadenado parece, no vamos a negarlo, no solo una nueva entrega en esa hipotética serie dedicada a la reescritura histórica vía el derecho a la venganza, sino una traslación directa de la estructura básica de Malditos bastardos al medio oeste norteamericano de 1858, cambiando nazis por negreros y soldados norteamericanos judíos por negros con sed de venganza. Si en la entrega dedicada a la Segunda Guerra Mundial, Tarantino acababa con la cúpula nazi gracias a las propiedades inflamables del celuloide, aquí es el arquetipo del cazarrecompensas, figura clásica del western, el vehículo para articular la venganza artística: la caza de nazis ha dado paso a la caza de negreros, esclavistas, blancos capitalistas de pura cepa que hacen negocio con el tráfico de cuerpos negros. Y esa es quizás la principal pega que se le podría encontrar a la película: que tenga, en el fondo, algo de fórmula bien aprendida, de repetición simplificada de unos esquemas renunciando, además, a los clásicos juegos temporales del cine de Tarantino en favor de un relato mucho más lineal en su estructura. Sin embargo, no es descabellado leer esa repetición de la estructura como una autocita de un cineasta que ha hecho de copy-paste un auténtico arte; Tarantino es consciente de las resonancias que esta película tiene con su anterior trabajo, y juega conscientemente a las referencias internas, a la auto cita, al copia-pega de sus propios trabajos anteriores, convertidos ya en carne de cita cinematográfica. Por ejemplo, que el actor principal, junto con Jamie Fox, sea el mismo que encarnaba al oficial nazi de Malditos bastardos, y dé vida ahora a un alemán ilustrado, remedo humanista de su anterior personaje, no es sino una más de los puentes que Tarantino tiende entre sus dos películas. De alguna manera, Tarantino ofrece en Django desencadenado la posibilidad de redención que le negó al oficial nazi en su anterior película, abriéndole la puerta a cierto heroísmo suicida. De igual manera que era posible rastrear todos los personajes que Clint Eastwood ha interpretado a lo largo de su carrera en el personaje de Gran Torino (2008), Tarantino y el grandísimo Christoph Waltz parecen sentar las bases para ir construyendo un único personaje que crece y aprende de película en película.
No hace falta recordar que como todas las películas de Tarantino, esta también supone una apropiación de ciertos pasajes de la historia del cine, en este caso el spaghetti western, una derivación del western original que contenía ya la semilla posmoderna que Tarantino alimenta para su reescritura. Como la brillante Independencia (2010) de Raya Martin, Tarantino se apropia de un género que cimentó el imaginario blanco norteamericano para entregárselo a la minoría sistemáticamente ignorada por aquel cine: los negros, trabajadores esclavos en las plantaciones de algodón del sur de Estados Unidos y permanentemente ausentes de las películas de la época. Como Martin, Tarantino se adueña de una forma para subvertir su contenido, ofreciendo una revancha a través de las mismas herramientas que cimentaron una lectura concreta de la historia. Que a ciertos sectores les haya incomodado la película (Spike Lee acusando a Tarantino de explotar en su favor la esclavitud y el sufrimiento de generaciones de esclavos negros) no es sino una muestra de que su planteamiento es, cuando menos, poco ortodoxo: porque sí, Tarantino convierte la lucha por los derechos civiles en un espectáculo de sangre, en una orgía tan dialéctica como brutal, pero con la suficiente inteligencia para no caer en maniqueismos. No es solo que el personaje de Samuel L. Jackson sea el de un negro que ha asumido las tesis de sus dueños, y juegue deliberadamente a la confusión y la mentira, sin dejar nunca claro si se trata de un esclavo traidor, un esquirol, o un liberado que ha interiorizado las tesis del enemigo, sino que los protagonistas deben traicionarse a sí mismos, mentir y hacerse pasar por lo que no son para consumar su venganza. Lo que parece por tanto un espectáculo maniqueo es en el fondo un conjunto de falsos personajes que amplían la complejidad política de una película en la que nadie es exactamente quien parece ser.
Aunque habrá quien exija a la película un rigor histórico y moral que Tarantino nunca ha pretendido, es cierto que como su predecesora, la película plantea problemas respecto a la relación entre el cine y la historia, problemas que no había en las películas del mismo director cuando se referían exclusivamente a otras películas, y no jugaban con la posibilidad de reescribir los hechos reales. Es cierto que la película puede leerse como uno efecto post 11S, que desató la sed de venganza en la política norteamericana (véase La noche más oscura (Zero Dark Thirty), la nueva película de Kathryn Bigelow), y que Tarantino ha ido desarrollando de forma extensa en sus películas desde entonces, que giran todas de forma casi exclusiva sobre la revancha y la venganza, pero es cierto también que pueden leerse como relecturas irónicas de la historia, y no necesariamente como cuentos morales. Sea como sea, hay algo en lo que Tarantino nunca falla: su capacidad para el espectáculo sin fin, y, por qué no, su capacidad para encender debates históricos y morales con lo que en otras manos no sería más que un espectáculo vacío de tiros y explosiones.
A favor: La hilarante escena del Ku Kux Klan, ridiculizado hasta la médula.
En contra: Que se deja por el camino sus largas escenas de diálogos sin fin.