Un Nicholas Sparks del siglo XVII que no alimenta, ni seduce ni conmueve donde se promete lo que no ofrece y sólo reporta vacío injustificable.
Dos partes, la primera..., tentativa promesa de caer en la trampa preparada, de no resisitir el precioso mantel que decora tan apetitosa mesa, dejarse llevar por la gratitud del comensal invitado, lentitud de pasos inevitables que acercan la miel a la mosca, irresistible deseo de probar esa tarta de chocolate guardada con recelo a tan cercano alcance, ímpetu ferviente de una conmovedora música hechicera que nubla la razón y acelera el corazón; una segunda parte... de promesa de vuelta para saborear las mieles de tan deliciosa trampa, soñar con degustar y hacer efectivo tan rico y ardiente deseo añorado, un regresar para recoger los frutos de lo prometido, lo nunca olvidado en ese diario enamorado que ni la distancia ni el tiempo pueden aplacar..., todo ello contado con una pasividad de gestos, delicadeza de miras y galantería de habla que intenta recordar y revivir el espíritu sutil, artificioso y pulcro del siglo mencionado, pasado dramático de amor imposible que resiste la desventuras, fatalidades y dificultades que el cruel destino tenga a bien ponerles a prueba.
Teoría muy digna que muere, lamentablemente, en su práctica pues este relato a lo Jane Austen supura melosidad pastelera por todos sus fueros, parsimonia de un observar aburrido que no encuentra pasión ni frenesí en lo compartido por los protagonistas, mucha galantería de habla, formas, performance, vestuario..., decoración suntuosa que no esconden la ínfima consistencia del material ofrecido con el que revivir un ánimo que se apaga conforme avanza el relato, sin sustancia, condimento o placer que vaya más allá de observar a dos esforzados actores intentando crear una calidez y emoción que, en primera estancia, choca con su ausencia de química como pareja de amor secreto prohibido y, a lo que le sigue, un mover ficha sin entusiasmo ni gancho adictivo en una mezcla fatídica, de quien espera y desespera, para obtener un castro beso final que no convence ni a defensores fundamentalistas de la moral y decencia intachables.
Patrice Leconte ofrece un relato que, siendo muy benevolente, tiene cierto pase en esa incógnita inicial de saber cuándo tastara la sabrosa miel, cuándo el joven lobezno, manipulado por experto jefe oso, tendrá el coraje de tomar lo que tanto desea y anhela y, aún así, es mucha condescendencia ofrecida pues, su pasividad virginal, que vive únicamente de escenas perfectas de fotografía preparada y laborioso esfuerzo de sus intérpretes, no logra llegar muy lejos en mantener tu alma sedienta, tu espíritu atento a una pantalla de ínfimo/casi nulo atractivo apetente; si luego le añades la absurda presentación de la promesa y el soporífero reflejo del tiempo y su eterna distancia, la motivación cae en picado.
Está bien promulgar la exquisitez, publicitar la sutileza, reflejar con delicadeza el arte magnífico y arrebatador del enamoramiento, deseo, atracción y lujuria irrefrenable, bella intimidad de tenues sentimientos compartidos en breves pero apreciados momentos pero..., da algo de alimento comestible que ¡el cuerpo es carne que necesita chicha!..., tanto mirar cuello, endulzar oídos, oler las teclas del piano, completar puzzles y ¡hablar por hablar!, un poco de acción, ¿no?, ¡si el menos jugaran el ajedrez que entretiene más!
Promesa sobrevalorada, caballero.