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    El hombre más buscado
    Críticas
    4,0
    Muy buena
    El hombre más buscado

    El último recital de Philip Seymour Hoffman

    por Daniel de Partearroyo

    En el primer plano de El hombre más buscado, el mar choca rítmicamente sus ondulaciones contra un muro del puerto de Hamburgo, uno de los tres más importantes de Europa. Esa irrupción del agua infinita y libre dando contra la solidez de una barrera monolítica es la mejor imagen resumen posible de la historia de espionaje post11-S tejido por John le Carré que conforma el tercer largometraje de Anton Corbijn: una lucha de fuerzas líquidas contra una solidez impenetrable. En el centro, la tambaleante figura de un inmenso Philip Seymour Hoffman. Günther, su agente antiterrorista alemán, de cigarrillo omnipresente en los labios y petaca guardada en el bolsillo, respiración tan pesada como los párpados, individualista rutilante pero atento director de un equipo de espías donde también trabajan Nina Hoss y Daniel Brühl, absorbe toda la atención del relato. El estreno póstumo de la película, último papel protagonista en el que veremos al actor fallecido hace siete meses, contribuye a añadir una capa extra de gravedad al personaje, ya bastante hundido por su abrigo empapado bajo la lluvia de una Hamburgo gris y constantemente nublada.

    Pese a la fuerza centrípeta que ejerce el actor sobre todo el metraje, El hombre más buscado no deja de ser un  thriller coral con andamiajes sólidos y golpes de efecto controlados. Es curioso cómo Corbijn renuncia al formalismo y la estilización de sus dos anteriores películas —Control (2007), El americano (2010)— para vestirse de narrador eficiente y centrar la atención en la alambicada trama doble donde confluyen la persecución de un adinerado islamista moderado sospechoso de financiar células terroristas y la detención de un inmigrante checheno que acaba de llegar a la ciudad para reclamar la millonaria herencia de su corrupto padre ruso. El ritmo expositivo es diligente y la suministración de información matizada, pero con la gran profusión de personajes relevantes que hay —Willem Dafoe interpreta al banquero que guarda la herencia, Rachel McAdams es una abogada activista de derechos civiles—, se echa de menos más tiempo para profundizar mejor en la naturaleza de cada uno, así como las dinámicas laborales del equipo de Hoffman, de cuyas relaciones y complicidades sólo nos llegan pequeños destellos.

    Al igual que en anteriores adaptaciones cinematográficas de novelas de John le Carré, desde la pionera El espía que surgió del frío (Martin Ritt, 1965) hasta éxitos críticos recientes como El topo (Tomas Alfredson, 2011), la fatalidad está a la orden del día en los retratos netamente antiheroicos del desencantado trabajo funcionarial de estos personajes que se dedican, en palabras de la supervisora estadounidense interpretada por Robin Wright, a "hacer del mundo un lugar más seguro". Como ocurre en las grandes empresas, al final es la cuenta de resultados lo único que importa a los altos cargos trajeados, no habituados a patearse los lugares más sórdidos de la ciudad como Günther. Hoffman logra canalizar el agotamiento desencantado del perverso Hank Quinlan de Orson Welles en Sed de mal (1958) a través de una presencia física que desarma por su humanidad. Puede que Günther, como George Smiley y otros protagonistas lecarrianos, destaque simplemente por ser un hombre íntegro dispuesto a hacer bien su trabajo, pero el pesado sentimiento de derrota que acarrean todos sus movimientos, explota en la conclusión y retumba durante un magnífico plano final cargado de significado, consigue hacernos creer que el espejismo de la empatía es posible en este mundo de choques continuos contra muros de piedra.

    A favor: La densidad de implicaciones diegéticas y extradiegéticas que borbotean durante el largo último plano.

    En contra: El disparatado acento alemán de Rachel McAdams. 

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