El cálculo y la creación
por Carlos ReviriegoEsta es la película de un creador que, al menos en apariencia, se pregunta por los misterios de su oficio, que quiere verse reflejado en su protagonista, un escultor en busca de la belleza inasible, la materia de la naturaleza en el cuerpo de una mujer. Por un lado, es extraño ver una película así procedente de un director con tanto cine –que va de lo brillante a lo insignificante– a sus espaldas, pues hay algo de exploración juvenil en ella, de intedeterminada búsqueda: el artista que no busca la perfección, sino la belleza en medio del horror –el relato transcurre en la Francia ocupada por el nazismo. Por otro lado, al término de El artista y la modelo, comprendemos que esta película acaso solo la pudo haber hecho alguien con el oficio necesario para escapar de excesos y pedanterías, con el talento y el talante de quien sabe otorgarle la medida y el tono preciso a las cosas. En verdad, aunque el film proponga una celebración de las imperfecciones, todo en ella, desde su simplicidad, se ajusta con esquadra y cartabón a un esquema predeterminado, lo que se espera de una producción de prestigio cultural: el blanco y negro, los actores internacionales (Jean Rochefot y Claudia Cardinale), el drama primario y las alegorías secundarias, el humor y la sensualidad, las referencias cinéfilas, con Renoir en primer término. El esmero y la delicadeza con que Trueba cuida su material –los actores, la hermosa fotografía, la eficaz puesta en escena– es innegable, y además consigue extraer algunos instantes de refinada inspiración (la relación entre escultor y musa, el gesto final), que sin embargo contrastan con otros decididamente toscos (el papel de Chus Lampreave, el artista anciano que recupera su ansiedad sexual, las razones de la existencia de Dios, etc.) o tomados por el cliché (el maquis, el soldado profesor de arte), si bien hay en las imágenes de El artista y la modelo una marcada sensación de que el cálculo siempre está por encima de la creación, de que el destino determina todos los pasos del viaje. Nada nos provoca el rechazo, pero nada nos conmueve como lo hace la verdadera belleza. La organicidad que con afán persigue el escultor en su trabajo –"una obra de arte tiene que ser como un árbol", dice– no es identificable en una película embalsamada en una idea, envuelta en una mortaja lustrosa. Ni para el director ni para el espectador parece existir un verdadero camino que explorar, sino un lugar al que llegar. Y a ese lugar ya ha llegado el cine muchas otras veces.
Lo mejor: La ausencia absoluta –excepto en los créditos– de una banda sonora musical.
Lo peor: Los personajes secundarios –la mujer, la criada, el maquis, el soldado alemán...– no se integran en la película con naturalidad.