Una burlesca creación profana.
Geppetto ya tuvo la misma idea, crear un compañero artificial que suplira las carencias emocionales de un individuo maltratado por la sociedad, solitario, reprimido, en este caso con enormes aires de grandeza -es lo que tiene pasar, de un encantador carpintero a un loco científico, que intenta romper las barreras de la lógica y sus opcionales posibilidades- que desea ese ser perfecto, de cariño incondicional y compañía eterna que le cubra sus necesidades afectivas, amén de alegrarle la vida.
Se puede decir que Yahvé, según las escrituras, fue el precursor de tal modalidad creadora, él nos infirió libre arbitraje para errar y equivocarnos; a Frankenstein no se le concedió tanta libertad, aunque su curiosidad y apetencias personales hicieron que tomara su propio camino de consecuencias desastrosas, por todos sabida.
Igual que por todos es conocida esta historia, muchas veces contada en papel o cinta; por tanto, sólo queda por averiguar si esta adaptación ofrece novedad alguna, que alimente la visión por ella en cuanto a exposición, estilismo, montaje, enfoque, discurso e intensidad ofrecida por la misma.
Los hechos ahí están, impensable una variación drástica que nos dejara sin el tortuoso y querido hombre fabricado aunque..., creo que me adelanto en tal conclusión, pues a los fantasmales hechos me remito.
Paul McGuigan se centra en la cabeza pensante, Victor, más un ex jorobado, Igor, talentoso asistente, salvado del malvado circo, para concebir a un prometeo moderno que ponga el apellido Frankenstein en los anales del nunca olvido.
Pero, ¿con qué han adornado su excentricidad y perversión?, ¿su tétrica personalidad?, ¿su altivo orgullo?, ¡con un Sherlock Holmes impertinente!, ¡con un hermano de conciencia paralela!, ¡con una actuación ridícula y grotesca, que pervierte cualquier recuerdo que se tuviera sobre el susodicho!
“Un acto directo de desafío a Dios”, y de quijotesca charanga hacia el espectador, que se ríe de todo lo válido, seductor y enigmático de tan lúgubre personaje para convertirlo en un parlanchín nervioso y fanfarrón, que se cree estrella del Londres dibujado y que va dando golpes necios, de muestrario caótico, en su intento de desmarcarse del clásico original, donde se elabora un nefasto tirachinas a tres bandas -o las que se quiera, pues no acaba de escoger en qué género quiere quedarse-, con tal de recrear mucho ruido frenético, de atroz espectáculo, pero sin ilusionismo hacedor, que ni siquiera como souvenir distinto y alternativo es agraciado con el gusto de una audiencia, aún eclipsada por la desfachatez presentada.
Crear vida para compensar la muerte de los ya no presentes, mitigar culpas y equilibrar el erróneo balance, cháchara incesante que no perdona a unos oídos estupefactos por el teatro montado, al tiempo que los ojos confirman esa desmesura irrisoria, de número excéntrico, que vive de carreras, malabares y saltos a cual más pobre y estrafalario y que únicamente logra columpiarse, saltar y armar gran alboroto para nada, excepto una caricatura irónica del verdadero ser.
“A veces el monstruo es el hombre”, y el aquí retratado sirve de excusa para presentar un descafeinado thriller, un lastimoso terror y una empeñada cinta de acción que se nutre de nombre tan ilustre, para no rendirle homenaje.
Una montaña rusa que no sabe cuando parar y que va cambiando de ritmo, color y encuadre según su indefinición se hace más obvia y patente; quiere jugar a demasiadas cartas, sin manejar ninguna con estilo ni vitalidad óptima pues no escoge, lo quiere todo, de ahí que su libre adaptación de Mary Shelley de pena, sea un pasatiempo frikie indeciso, triste y desamparado.
Jugar a ser Dios nunca fue tan poco motivador o estimulante
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Lo mejor; la pareja formada por Daniel Radcliffe y James McAvoy
Lo peor; querer mezclar varios géneros, sin que cuaje ninguno.
Nota 5,4