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    Mi amigo el gigante
    Críticas
    4,5
    Imprescindible
    Mi amigo el gigante

    Donde sueñan los monstruos

    por Marcos Gandía

    Durante muchos años Steven Spielberg se había puesto, nos había puesto, en el lado de esos niños sin padre y solitarios cuya única vía de escape de la mediocridad, de hogares rotos y vidas mediocres, era la fantasía, la irrupción de la fantasía, de lo inaudito, lo inexplicable y lo maravilloso. El autor de Encuentros en la tercera fase nos dijo que él era el Elliot de E. T.: el Extraterrestre haciéndonos una promesa algo fáustica: jamás creceríamos si seguíamos a su lado, el eterno Peter Pan nos acompañaría mientras él mutara en explorador cazatesoros intrépido o en cualquiera de sus otros personajes.

    El tiempo ha pasado y Spielberg no ha perdido esa inocencia pero sí que la ha bañado de una tristeza y un sentido de la pérdida que le emparentan con algunos de esos maestros que él tanto admira: Akira Kurosawa, Ingmar Bergman o Vittorio De Sica. En la asombrosamente melancólica y arrebatadoramente fantástica, poética, Mi amigo el gigante, Steven Spielberg no se pone en la piel, como sería lógico, de la niña protagonista, sino en la del gigante solitario y repudiado por sus semejantes y por los seres humanos de quienes se esconde con una timidez llena de cariño, o ausencia de cariño. Hace unos pocos años, el director habría sido esa chiquilla perdida en la noche de una ciudad asediada por los bombardeos (por la muerte, esa idea abstracta que nadie en la edad de la inocencia debería conocer o temer), habría estado en sus ojos al descubrir lo que esconden esos azules cielos nocturnos fotografiados por el genial Janusz Kaminski, lo que existe en el país de los sueños, y habría tendido su mano hacia el gigante bonachón para ratificar su compromiso con lo fantástico.

    No sé si por suerte o por desgracia, eso dependerá de cada espectador, Steven Spielberg ha descubierto que la eterna juventud, la eterna infancia, está ligada a la muerte. Ha aceptado esta idea con una madurez que se sitúa incluso más allá de lo insinuado en el relato original de Roald Dahl que adapta. Spielberg ese gigante, ese tótem en un Hollywood que ya solamente existe en el país de los sueños. Se pasea en silencio mientras la humanidad duerme entre blockbusters inanes o rápidamente olvidables. Se pasea solo, como si aquel antaño saludado rey Midas fuera ya un monstruo olvidado. Mucho más cerca de El imperio del sol, la mejor aproximación a la infancia de Spielberg hasta la fecha, Mi amigo el gigante, con su aspecto de aventura entre Oscar Wilde y la Disney de los años 70 (La bruja novata, Pedro y el dragón Elliot) o de declarado homenaje a esa joya de la animación que es El gigante de hierro, es una reflexión a flor de piel y a corazón abierto sobre la soledad y la muerte.

    A favor: lo de Mark Rylance no es definitivamente de este mundo.

    En contra: que su aspecto de cuento infantil no deje ver su profunda tristeza y melancolía.

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