No se puede medir la longitud de las costas españolas con una regla de metro, ni se puede dirigir un partido de futbol con las reglas del baloncesto. A cada medida su escala, a cada actividad sus reglas. Por eso no se puede ir a ver una película de Ben Wheatley, por lo menos las dos que yo he visto, pensando que matar es algo extraordinario que se hace en casos extremos y que está penalizado por la ley, vamos que matar no es como gritarle a alguien, insultarlo, golpearlo, porque entonces uno se pasa toda la película escandalizándose, extrañándose o con las manos en la cabeza debido a lo que está viendo. Hay que poner matar al mismo nivel que escupir, vilipendiar, acusar y verbos de parecida transcendencia. Porque si no pasará lo que me paso a mí viendo la otra película, la primera que vi de él, “Down Terrace”, que tuve que verla dos veces, porque la primera no sabía si tildarla de terrible, sangrienta o de despropósito. En la segunda me di cuenta que entre gamberrada, asesinato imprevisto y cotidianidad de lo más vulgar Wheatley reflexiona sobre lo frágiles que son los límites. Sean del tipo que sean… y además me reí.
Porque hay un humor terrible en las historias de este director inglés. Humor para poder acompañarlas, como pasa con algunas comidas, duras de sabor, que se aderezan con salsas para hacerlas más digeribles. Sin ese humor sus películas serían de terror. De esta manera te entretienes, pones en tu boca algún ¡Oh! de estupefacción y te pasas un rato de lo más entretenido.
Si alguien quiere ponerse transcendental y relacionar el título de la peli, “Turistas”, con el hecho de que los protagonistas sean auténticos turistas en la sociedad en la que viven, donde se pasan las normas y las reglas de respeto a la vida y a los demás por el forro, allá ellos.
Si alguien quiere verlos como los “bonianclai” de nuestro tiempo, allá ellos.
Cualquiera de los dos puntos de vista, valen.
Aunque en realidad es la historia de un hombre fracasado y susceptible que ve injurias, burlas y desprecios según el ánimo que tenga en ese momento y en cada momento reacciona según sus propias reglas y que ya hemos dicho que contempla matar como un “quítame allá esas pajas”. Pues bien este “turista” encuentra a su media naranja en una chica muy a su medida que vive castrada por su madre en todas las acepciones de lo que se puede castrar en un hijo. Y como no puede ser de otra manera esta “turista”, de cabrona a cabrón y tiro porque me toca, se enamora y para celebrarlo deciden hacer un viaje. Es un viaje de inicio y, dada la condición de la pareja, de fin de una relación.
Un viaje de lo más peligroso para aquellos que se cruzan con ellos y no les caen simpáticos. A la enamorada le cuesta encontrarle el punto de armonización a su compañero, hasta que por fin afina y comienza el dueto. Claro que él tiene sus razones y no todo vale. Se aman, se pelean, se reconcilian y van dejando el camino sembrado.
Es antológica la escena en que su compañera quiere ponerse a su altura y él le reprocha que no lo haya hecho bien, que lo haya hecho sin método. Yo me sonreía mientras veía la sangre por toda la carretera. ¿Seré un sicópata?
¿Y qué decir del final?
A las feministas les encantará.
A mí me pareció de rechupete.
No sé qué pretende Ben Wheatley con sus películas pero yo me lo paso en grande, esperando a cada momento eso que si fuera pintura se llamaría “pincelada expresionista”.
No he hablado del guión, ni de la interpretación, ni de la fotografía, ni de la dirección de actores, ni del casting, por la misma razón que a partir de ahora cuando tire un papel al suelo me aseguraré de estar entre amigos de verdad o solo. Si no, a la papelera. Y si alguien me llama la atención por tirarlo, voy, lo cojo y me lo como.
Vayan a verla y si se descojonan, sin dejar de reflexionar, es que le han cogido el punto a Ben Wheatley.