El universo en sus manos
por Suso AiraQuizás lean en alguna de las (mayoritariamente poco positivas, cuando no directamente condescendientes) críticas sobre el nuevo trabajo de los Wachowski que no ofrecen nada nuevo, que se repiten, que hay mucha aparatosidad para en el fondo explicar casi un cuento de hadas, casi una Cenicienta con el universo repleto de galaxias y familias imperiales como telón de fondo. Todo eso, que puede ser verdad (los Wachowski no se repiten, o si lo hacen es igual que otros autores más reputados como Christopher Nolan), es el ADN de El destino de Júpiter. Unas señas de identidad que, más allá de sus obvias, enciclopédicas y decididamente estimables citas a la ciencia ficción en todas sus manifestaciones y épocas, remiten a algo tan parece que hoy poco valorado como el sentido de la aventura. Una aventura, clásica, es esta epopeya de damiselas en peligro, héroes abnegados y enamorados (a su pesar: lo suyo es la soledad, claro) y villanos sobreactuados dignos no de un Shakespeare, sino de una fantasía oriental de la Universal de los años 40.
Lo que es el film de Andy y Lana Wachowski es una bella carta de amor a Raoul Walsh… Es El mundo en sus manos en una galaxia muy, muy lejana, incluso con su boda con el príncipe malvado a evitar in extremis. Walsh, cineasta puro que amaba la aventura y sus detalles de fantasía por encima de todo (hay mucho de El ladrón de Bagdad en El destino de Júpiter), y que dirigía estupendos trabajos contemporáneamente a la sci-fi pulp o al Flash Gordon de Alex Raymond que sirve de inspiración inequívoca a la iconografía Abraxas. De su versión de culto cinematográfica de 1980 (de Mike Hodges, otro crack) toman los Wachowski el principal referente: Danilo Donati. Dios del diseño de vestuario y artístico, Donati no sólo reinventó el look del tebeo de Raymond, sino que lo llevó a una cima que tenía ya una bandera propia: Barbarella.
Barbarella es el último guiño que cierra El destino de Júpiter, aventuras persecuciones, amores, duelos e ideas visuales desbordadas y regaladas sin importar que luego se le critique su infantil, su ligero andamiaje dramático. Nada les importa a la fraternal pareja de directores: lo suyo es ser fieles a sí mismos, a su cariño por el género en su vertiente más palomitera y seguir acuñando cult movies. Hasta sus bromas con respecto a material más highbrow (los tebeos de Jodorowsky, la Señales de Shyamalan o el Brazil de Terry Gilliam, con Gilliam en persona para reírse de él mismo y su obra maestra) son eso, bromas. Servidor estaría escribiendo de El destino de Júpiter horas y horas, pero eso no tendría tanto valor, utilidad y sentido como ir a ver la película con espíritu inocente y mente de sábado por la tarde para dejarse llevar por los biznietos de Gregory Peck en su velero a la conquista de Alaska y del corazón de su amada. Estar dos horas en el cine y tener la conciencia, la revelación de que hemos tenido el mundo (o el universo) en nuestras manos.
A favor: Aboga por la aventura y la fantasía en su vertiente más lúdica.
En contra: La familia rusa no merecía tantas escenas.