B-boys sin espacio para bailar
por Daniel de PartearroyoEl subgénero de películas de baile modernas no parece el lugar más adecuado para ir a buscar argumentos novedosos, desarrollos narrativos atrevidos o ideas refrescantes más allá del esmero con el que son retratados los fascinantes movimientos corporales de sus protagonistas. Lo que ofrecieron hace unas décadas películas como Fama (Alan Parker, 1980), Flashdance (Adrian Lyne, 1983) o Footloose (Herbert Ross, 1984) —a pesar del pedigrí que se quiera señalar en sus respectivos realizadores— no se diferencia demasiado de lo aportado por la saga Step Up desde su primera entrega en 2006: el puro y concreto registro de los bailes de sus personajes tiene mucho más valor e interés que las endebles y estereotípicas vestimentas dramáticas que se empeñan en llevar por encima. La batalla del año confirma esa intuición solidificándola con un esquema replicado del tampoco muy original subgénero deportivo. Josh Holloway interpreta a un antiguo entrenador de baloncesto cuya misión es formar el mejor equipo de b-boys —bailarines de breakdance— de EE UU para participar en la mayor competición mundial de la disciplina, por lo que recluta a un grupo de jóvenes muy buenos moviendo el esqueleto pero con una lección o dos que aprender acerca del trabajo en equipo.
El director Benson Lee dirigió hace unos años el documental Planet B-Boy (2007) sobre este mismo tema y no ha dudado en convertir su película en una especie de complemento de ficción a aquel filme, incluyendo no sólo metraje y menciones explícitas al mismo, sino haciendo que los personajes alaben sin rubor la influencia que ha tenido en la comunidad b-boy. Eso sí, no es el único caso de publicidad nada encubierta que salpica ruidosamente el desarrollo argumental. Mientras las referencias a Sony y Braun abundan por doquier, Holloway va acumulando todos los clichés imaginables sobre su condición de entrenador renegado: problemas de alcoholismo, necesidad de que las cosas se hagan "a su manera", rudeza con los bailarines mutada en tierno orgullo final, etc. Lo mismo sucede con las raquíticas relaciones que se construyen entre los bailarines del equipo, procedentes del mismo catálogo de arquetipos e ideas mil veces reutilizadas en el cine de vestuarios o barracones militares, desde las trifulcas raciales hasta los choques de ego.
¿Qué le queda entonces a La batalla del año? Pues las secuencias dedicadas a la lucha de bailes, donde la espectacularidad de la disciplina empieza a notarse y deja con ganas de más torsiones y menos diálogos recauchutados. Deseo comprensible que otras películas con esquema de competición y trabajo en equipo hacen olvidar de un plumazo con personajes memorables y buenas situaciones dramáticas. Pienso en filmes absolutamente reivindicables como A por todas (Peyton Reed, 2000) o Dando la nota (Jason Moore, 2012), a los que si La batalla del año hubiera logrado parecerse mínimamente podría haber tenido alguna oportunidad. Aunque sea para ponerse a la altura de Planet B-Boy, el documental de Lee que, como parece, ya agotó todo lo que tenía que decir el cineasta sobre los b-boy; a las b-girls, ni las busca ni las espera.
A favor: Algún que otro momento de los bailes —especialmente el primer enfrentamiento contra Rusia—. Que de eso se trata, ¿no?
En contra: Aunque el personaje de Holloway sea un conjunto de clichés terrible, el manager entusiasta de Laz Alonso o la coreógrafa florero de Caity Lotz lo superan en esquematismo.