Oda a si mismo.
Narración en off de fondo y Christian Bale deambulando sin parar, con ese pretendido vanguardismo existencial que se nutre de un vitalismo escénico y unas estilizadas imágenes medidas en todos sus extremos, para configurar un cuadro de bailarines superfluos vagando por su vida, cual rey que disfruta de su privilegiada posición y escogido harén.
La realidad quebrada de quien está perdido en su camino, hacia esa búsqueda de la perla de las profundidades que sigue a la espera de su añorado encuentro; viaje que se tuerce en cada presente más intenso y malogrado pues, esa aceleración hacia el estropicio topa con un iceberg de precipicio cuya punta se supera o no hay regreso posible, uno se estanca en esa nube de turbio caminar y despistado hacer que ya no sacia, ya no inspira y sólo recuerda la ruina que se fue y el nuevo sitio desde donde se mira; porque cuando te dañas, o acabas del todo con firmeza, o esa vuelta a la sana razón, de equipaje sobrio y austero, es un largo trayecto de inicio difícil y confuso ya que, sigues en la miseria observando a los demás como te veías a ti mismo.
El hijo del rey, que busca petición de vuelta al hogar, puede ser un personaje interesante, carismático y rico en su contenido pero, su forma de darlo a conocer a la audiencia puede estropear todo el entusiasmo de principio; Terrence Malik, en su metafísico escrito sobre el dilema de la vida y su rumbo a seguir por ella, opta por figuras comodines que se mueven cual angelical pose, de composición artificial y egocéntrica, que pretende ser el refuerzo a esas palabras esclarecedoras que sus portadores expresan en segundas, nunca desde su personal boca ya que, su cuerpo está ocupado en danzar cual títere en manos ajenas, en teatralizar todo el cargante mensaje apalabrado en un argumento jactancioso y vanidoso que ¡ni Ícaro en su testarudez de volar a lo más alto tenía tanto desvelo y miramiento por sus alas!
Porque el artífice de este guión y rodaje tiene muy altas miras, encumbra su objetivo a lo más alto del interior del ser humano, ese desembalaje de la intimidad más profunda, de sentimientos, dudas, recelos, miedos y aspiraciones que nunca se confiesan pero arden y tripulan el corporal navío, cual capitán endemoniado incapaz de detenerse o enderezar el rumbo; sólo que escribe para él, dicta pensando en sus necesidades, lo cual merece todo el respeto, un autor debe trabajar para sus urgencias expresivas, para la transmisión de aquello que quema en su esencia y vuelve loca a la razón pero..., ¡es que el espectador no le sigue!, no le capta, no le recibe, no lo disfruta, se convierte en un anónimo vidente cada vez más alejado del plano rodado que quiere, que insiste con tenacidad voluntaria en recobrar ese hilo que no sabe cuándo fue arrebatado de sus manos hasta, que cesa en su insistencia al descubrir que nunca hubo tal enlace, que la conexión con el príncipe danzarín y su devaluado séquito nunca fue sincera ni estable.
Libertinaje, mala vida, desorden, provocación, materialismo, frivolidad, vacuidad emocional, sensaciones heridas, cuerpos esculturales de espíritu destrozado, desapego, mentiras, ausencias, culpas, dolor..., un incesante reguero de impresiones y afectos expuestos sin pasión, colaboración o atención por parte del vidente.
No percibes nada excepto una estrambótica sonata de señoritos y damiselas que decoran el escenario circense de un Christian Bale que ríe, llora, se divierte, se cae, mira, camina, bebe, abraza, besa, folla, se entristece, lamenta, deprime, alegra, se esperanza, añora, rememora, bla, bla, bla y, ha sido la tozudez de la que relata la que ha logrado acabar el relato, mientras me susurraba mi propia voz en off ¡esto es un coñazo!, qué timo de cuento, qué fiasco de novela, qué idea más mal contada y torpemente traída al público, aunque para el susodicho mandatario sea el súmmum de originalidad expositiva, de expresionismo alternativo que se desmarca de lo regularmente ofrecido, inaudita confección de porte y maneras escénicas magníficas, lectura exquisita para minimalistas entendidos.
Desganada, desnutrida, desinteresada, agotadora, su comparsa de excelentes actores no evoca curiosidad alguna por sus movimientos e intenciones, elitista charanga autómata que para ella vive/para ella actúa/para ella existe; pretenciosa anomalía de efecto cero, que se desvanece cual justiciero aniquilador que no tiene perdón con la resistencia y aguante de un espectador que se va anulando y que desfallece ante una suprema suntuosidad, de vacío corporativo y agua en las venas pues, la sangre de su tragedia vuela tan alto que es imposible hacerse con ella.
Regia dramatización que se mira en exceso su propio ombligo, ensayo experimental que se alimenta de bella imágenes, de una hermosa y ratificada puesta en escena pero, que no logra llegar más lejos de esa gustosa decoración de misticismo pedante donde, Terrence Malick y su escenografía poética siguen su estilo genérico de versos incompetentes que no aportan nutrición, sólo cháchara alternativa que la mente desprecia y el alma no soporta por no tener historia digna a la que cogerse, únicamente una sucesión de rimas de altivez grandilocuente que se estrellan contra su personal altanería.
Engreída inmensidad petulante devorada por una vanidad deshabitada y vacante de cualquier estímulo, que sólo cobra sentido en la cabeza de su fatuo creador, más allá se estrella estrepitosamente.
Comunicar no es hablar sin parar y sin sentido; es pretender decir algo y ser entendido.
Lo mejor; el original fanatismo por el hacer de Terrence Malick.
Lo peor; la desolada soberbia de quien no cuenta nada, sólo monta artificiosas láminas.
Nota 4