El minotauro en su laberinto
por Carlos LosillaEn 'La mitad de Oscar' (2011), su segundo largometraje, Manuel Martín Cuenca contó una peculiar historia de amor entre dos hermanos, callada, íntima, secreta. Este tipo de anomalías de la vida social, de lo que no se puede aceptar por no sé qué leyes ancestrales, se repite en 'Caníbal', donde la apuesta es aún mayor: ¿qué pasaría si un tipo que come carne humana y una inmigrante eslava se sintieran atraídos el uno por el otro? Esta es la verdadera cuestión que plantea la película, y para ello su primera estrategia consiste en desembarazarse concienzudamente de las reglas más ostentosas del género fantástico y trasladarlas a la cotidianeidad. Carlos (Antonio de la Torre) asesina a las muchachas que desea, las corta en lonchas perfectamente iguales y se las come en cenas solitarias, en el salón de su casa, acompañadas de una botella de buen tinto. Martín Cuenca no escatima, sin embargo, el instante del despedazamiento: el sonido del cuchillo que rasga la carne, la sangre que cae por una esquina de la mesa, el cuerpo femenino desnudo y vulnerable… Es el reverso de su vida laboral, donde aquello que corta son telas para hacer trajes o el manto de la Virgen que va a salir en procesión esa Semana Santa.
Pues estamos en Granada, en un ambiente que parece suspendido en el tiempo, de modo que tanto podríamos encontrarnos en las postrimerías de franquismo como en esta época de crisis y gobiernos neoliberales. Y Granada parece una metonimia de esta España, aún dominada por señores trajeados con bigote, por un ambiente de sumisión religiosa y represión sexual. La tentación de identificar a Carlos con el reprimido que libera sus instintos mediante el asesinato y la ingestión del cuerpo del deseo, la desaparición de aquello que lo perturba, es enorme y a la vez cierta, pero hay más. Carlos es también el monstruo atrapado en un cuerpo que le obliga a hacer ciertas cosas, un cuerpo siempre constreñido: en su ropa, en su casa, en sus escasas relaciones sociales. Miren por dónde, Martín Cuenca reencuentra el fantástico por un camino inesperado, pues Carlos es como el hombre lobo, o Drácula, o el monstruo de Frankenstein, esos mitos románticos que matan aquello que más aman, condenados a la soledad y el dolor. 'Caníbal' no es un estudio sociológico o clínico (como lo era, por ejemplo, 'El estrangulador de Boston', de Richard Fleischer, o algunas películas de Claude Chabrol), sino la exploración de un arquetipo cuya mayor desgracia consiste en verse atrapado entre dos mundos, el universo real de una España atroz e intemporal, y el universo mítico de la leyenda y la profecía autocumplida.
¿Cómo convertir esta mezcla de realidad y mito en un estilo? Ahí radicaba el mayor desafío de 'Caníbal', y Martín Cuenca lo ha solucionado con admirable rigor. Sus imágenes son austeras, apenas utilizan superficies uniformes y colores sombríos, de modo que nunca sabemos si estamos en un escenario real o en un decorado abstracto, mental. Y no en la mente de Carlos, precisamente, sino en el imaginario de un país cuyo destino parece ser tan oscuro como la calle en que vive el protagonista, o tan insondable como la nieve blanca, blanquísima, que rodea su refugio en la montaña. Transitando esos lugares que más bien parecen estaciones de un vía crucis que estallará en ese plano terrible de la virgen con su manto, Carlos se topa con dos cuerpos extraños, con las hermanas que vienen del exterior a perturbar el orden social y su escasa estabilidad mental. Sensuales, desenvueltas, las chicas protagonizarán un extraño remake de 'Vértigo', de Hitchcock, que acaba delineando una película turbia, poderosa, casi hipnótica: el mejor retrato cinematográfico de la España eterna que he tenido ocasión de ver hasta el momento.
A favor: la escena nocturna de la playa, tensa, alucinada, dirigida con mano maestra.
En contra: es tan generosa con el espectador que a veces puede ser malinterpretada.