No hay nada que no se arregle con cinta adhesiva
por Alberto CoronaTiene su gracia que, para parte de la campaña promocional de El rascacielos, se haya optado por insistir en los paralelismos de ésta con la primera Jungla de cristal, en lugar de los más evidentes y visuales con El coloso en llamas. Sobre todo, por lo tentador que resulta estudiar las figuras de sus esforzados protagonistas, Bruce Willis por un lado y Dwayne The Rock Johnson por otro, y vislumbrar a través de ellas cómo han ido evolucionando el héroe de acción, y las formas de entender la masculinidad, en los 30 años que pugnan por separarnos del estreno del filme de John McTiernan. En éste, el protagonista era un tipo calvo, tirando a tirillas, fumador, alcohólico, haciendo frente con sarcasmo y retranca al mayor pifostio de su vida, que además le había pillado con una esposa respondona que a finales de los ochenta quería emanciparse y ocupar su lugar de trabajo. En El rascacielos, sin embargo, tenemos a Sawyer, una masa ingente de músculos tatuados consciente en todo momento de la gravedad del asunto, y que hará todo lo posible por salvar la vida de su mujer e hijos, sin hacerle ascos a que ésta sea Neve Campbell y, como final girl que ha sido siempre, también se permita dar sus buenas hostias.
En principio, pareciera que la evolución ha sido para mejor, aunque por el camino hayamos perdido el ingenio del libreto de Jeb Stuart y Steven E. de Souza, y la vulnerabilidad y cercanía que inspiraban con pasmosa facilidad las desventuras de John McClane. Por mucho que aquí hayan querido hacer de Sawyer un pobre currante de pasado traumático y pierna ortopédica fruto de éste —pierna ortopédica a la que acabará encontrándole los más contundentes e insospechados usos, ya que pasamos por aquí—, es difícil imaginarlo gritando de dolor tras pisar un pedazo de cristal, o encontrando un rato para comunicarle a su némesis de forma creativa que ahora tiene una ametralladora, ho, ho, ho. Sawyer es un tipo serio. Un tipo de los de antes, incluso de antes de McClane, que no se queja, no duda, y mucho menos pierde tiempo en guiñarle un ojo al espectador. El rascacielos prefiere, en cambio, que sea la propia puesta en escena quien lo haga, proponiendo un espectáculo agotador de puro ridículo, que se lo juega todo a caerle en gracia al público, y que sólo así éste pueda no ya perdonar, sino directamente abrazar con placer, sus excesos.
Sellado este pacto, se yergue ante nosotros una película absurda de lo más convincente, que juega con la suspensión de credibilidad del respetable hasta el punto de agarrarla, estrujarla, y moldearla con el fin de dejarla convertida en un divertidísimo esperpento vendesuscripciones de gimnasio. Secuencias como la de Dwayne Johnson escalando una grúa a puro huevo rivalizan con aquélla tan célebre de Fast & Furious 7 —en la que reventaba una escayola marcando bíceps— a la hora de ejemplificar la gran cantidad de placer desacomplejado que este tipo siempre ha querido proveernos, mientras que otras como el tiroteo en la sala de espejos dan cuenta de la cinefilia mostrenca e hipertrofiada con la que juega muy animosamente El rascacielos. Porque que una película como ésta se vea reflejada en Orson Welles (o en Woody Allen) a la hora de plantear su clímax es de un disparatado sumamente encantador, y en éstas cómo no vamos a tener que proclamarla preventivamente como la quintaesencial película veraniega. Digo yo.
Por supuesto, Dwayne Johnson es alguien demasiado majete como para pasarse noventa minutos con el ceño fruncido, y a medida que transcurre el metraje es inevitable que acabe contagiándose de la absurdez que todo lo que le rodea, al tiempo que se van introduciendo pequeños destellos del McClane que lleva dentro. El ya citado uso de la pierna ortopédica, así como la importancia que la cinta adhesiva acaba obteniendo en el devenir de la trama, sirven por sí solos para construir a un personaje monolítico pero creíble dentro del contexto que maneja la película —que minutos antes ha querido coquetear con el sci-fi en su entusiasmo por vender las bondades tecnológicas del susodicho rascacielos—, y son mucho más elocuentes que todas las escenas empleadas en subrayar lo buen padre que es, y lo mucho que quiere a su mujer. Por suerte, esta cursi exaltación de los ideales familiares que tanto escepticismo causaban en el personaje de Bruce Willis se limita a la terriblemente larga introducción y a pequeños momentos donde es necesario reforzar la voluntad de Johnson de repartir collejas, y El rascacielos, aunque difiera tanto del clásico de 1988 en fondo y forma, se las acaba apañando para mantener la maquinaria de entretenimiento en fluctuación constante. Que es un poco, a nivel básico, lo que hacía La jungla de cristal, y por lo que todos la recordamos.