Película intimista, atrayente y sugestiva por el terror y pánico que describe con una belleza, hermosura inusitada; el uso perceptivo de la cámara, su obsesión por los pequeños detalles, por las penetrantes miradas y sus rostros angustiosos, ese moverse lento, delicado y pausado donde parece que el tiempo es eterno y la supervivencia una simple molestia, el desfile y sobreabundancia de color entre tanta tristeza y desolación, la sutileza, pulcritud de los gestos y las formas más allá de la desesperación y la muerte, la operística y fascinante música de fondo que, extrañamente, adormece y enternece provocando el olvido de la crueldad que se narra..., un desfile de inexplicables sentidos y emociones, desde el punto de vista de una niñez súbitamente interrumpida, que sobrecoge y perturba por partes iguales. No penetra en el por qué de la huida, ni en el conflicto bélico, le dan igual; la verdad es que, la guerra de fondo y todo lo que de ella se puede derivar es lo menos importante para Cate Shortland. En la novela de Rachel Seiffert, de la cual parte y se nutre, el foco, objetivo principal es una ingenua adolescente y sus hermanos menores, convertida forzosamente en padre y madre pero que, en el fondo, sigue siendo una muchacha en plena adolescencia que no quiere crecer; que te sea suficiente atractiva como para mantener tu corazón en vilo es toda un incógnita. Es difícil de definir y precisar pues, su ritmo es atrayente y encantador, sus maneras de gran hermosura -con toda la inspiración de una bella poesía- aunque, la historia y su capacidad de impacto flojea y no acentúa su contenido profundo. Brilla más el envoltorio que el regalo que envuelve.