Del musical al Gulag
por Gonzalo de Pedro“Decíamos ayer”. Ya lo saben, según cuenta la leyenda, Fray Luis de León dijo, tras volver a clase después de pasar cinco años en prisión: “Decíamos ayer...”. Y continuó como si nada. El tour de los Muppets arranca de forma similar: con el backstage del gran baile final, éxtasis colectivo, con el que terminaba su película de hace dos años. “Decíamos ayer”. Y los muñecos de felpa descubren que todo era una película, que la gente que les apoyaba eran extras contratados, y ese espejismo de rebelión colectiva había sido un movimiento escrito, dirigido y orquestado. Una puesta en escena. Cine, al fin y al cabo. Men-ti-ra. Y nosotros, que decíamos ayer que Los Muppets (2011) era un canto a la solidaridad colectiva, a la defensa de espacios públicos, una oda a la insurrección grupal a través del humor, el baile y el cine, tenemos que sentarnos y decir: “Decíamos ayer”. Y continuar como si nada. Porque quizás ustedes no lo recuerden, pero aquella película fue recibida en Estados Unidos con ruido, polémica y acusaciones de ocultar propaganda comunista. Una idea estúpida como cualquier otra que la tropa de trapo ha decidido combatir en su nueva película con más dosis de irreverencia y juegos meta-ficcionales, mucha ironía política y diálogo con la historia del espectáculo. Así, esta secuela de aquella secuela es es una nueva bomba de relojería camuflada bajo el disfraz de película para niños que, atónitos y perplejos, no entenderán por qué un Gulag soviético, comandado por Tina Fey, puede convertirse en el escenario perfecto para el espectáculo más profundamente norteamericano: el musical.
Con una profunda dosis de auto ironía y auto-conciencia, los Muppets inician en esta película un tour mundial para sostener una fama que ellos mismos saben que es efímera, cuando no mentirosa y falsa. Y así, la película entera se convierte en un ejercicio de autorreferencialidad en el que el motor último del espectáculo es el robo masivo de obras de arte: las giras de artistas son, dicen los Muppets, con profunda ironía, un robo a gran escala, un timo escondido bajo un espectáculo para espectadores adormilados. Resulta difícil desgranar en una crítica la cantidad de referencias, autorreferencias y reflexiones sobre la identidad, propia y ajena, y sobre la verdadera escencia del espectáculo, que contiene una película que rompe con cualquier norma precisamente porque las conoce a la perfección. En cualquier caso, la secuencia en la que Kermit (aquí conocido como Gustavo) se convierte en el espejo de su doble maléfico, esa rana de acento ruso que viaja a todas partes con un detonador en la mano, funciona a la perfección como resumen, o epítome, de toda la película: un genial juego de espejos en el que se pone en danza la relación de la película con sus predecesoras, la relación de la película consigo misma, y la identidad confusa de sus protagonistas, que no son sino versiones de trapo de nosotros mismos, enfrentados a un reflejo que, necesariamente, nos hace mejores a través de la música y el humor. Aunque terminemos pegados, cantando, en la pared de un gulag siberiano. El paraíso.
Lo mejor: la infinita capacidad para reinventarse sin dejar de ser fieles a sí mismos
Lo peor: la comparación con la anterior película. Aquella era excepcional, esta es solamente muy buena.