Chispeante
por Mario SantiagoCon el tiempo, David O. Russell se ha revelado como el camaleón más listo de Hollywood. Sus cambios de piel le han llevado del universo proto-indie de sus inicios hasta la aventura bélica con signo político de 'Tres reyes', y de ahí a la sátira capitalista y neurótica de 'Extrañas coincidencias'. Después de este primer vaivén identitario, y tras la traumática producción de la comedia política 'Nailed' –que no llegó a estrenarse pese a que llegó a rodarse–, O. Russell decidió tomar un camino, el de la dignificación del film de entretenimiento para el gran público, que ha decepcionado a algunos de sus viejos admiradores, pero que le ha valido el abrazo de la industria. Y, visto lo visto, sería absurdo intentar defender que O. Russel erró el tiro. Con 'The Fighter', un neo-Rocky avivado por el temperamento de John Cassavetes, el director empezó a oler las mieles del éxito, que conquistó definitivamente con 'El lado bueno de las cosas', cuya capacidad para elevar el ánimo del personal le valieron una segunda nominación al Oscar.
En esta tesitura, la siguiente película de O. Russell debía suponer la consagración del hombre del momento, y 'La gran estafa americana' cumple con creces dicho cometido. Hacía tiempo que Hollywood no producía una película tan efervescente, inteligente y cinéfila. Ante las chispeantes imágenes del film, uno siente que éste era el verdadero destino de O. Russell: la creación del más grande y aparatoso homenaje al arte de Martin Scorsese, un film vibrante y temperamental plagado de esas deliciosas trampas de guión que nos embelesaron cuando éramos jóvenes cinéfilos en los años 90 –me refiero a películas como 'Sospechosos habituales', 'El club de la lucha' o 'Pi'–. La ecuación es perfecta. Por un lado, está el incontenible torrente de tics scorsesianos: arrolladores travellings que parece que vayan a devorar a los personajes, cámaras lentas que nos hacen flotar al son de una épica íntima, montajes entrecortados que electrifican nuestras pupilas, un laberinto de voces en off que nos sumergen en la fantasía de los protagonistas…
Y luego, por otra parte, está la devoción que siente O. Russell por sus actores. Una admiración genuina, como la de Cassavetes, que se materializa en una procesión de escenas exaltadas, siempre al borde del estallido emocional: la plataforma perfecta para que los actores exhiban su pirotecnia, su sex appeal, su temperamento explosivo. Un método dramático que conduce irremediablemente al exceso y al absurdo, que alcanza su ápice en una pelea de fieras en celo que termina con un asombroso morreo entre Amy Adams y Jennifer Lawrence. La nómina actoral funciona como una orquesta bien compenetrada: Christian Bale se confirma como el perfecto camaleón y como la marioneta predilecta de O. Russell; Bradley Cooper nos sigue conquistando con su aire de chaval que aún no acaba de creerse que está jugando en las ligas mayores; a Jeremy Renner los trajes de finales de los 70 le sientan como anillo al dedo; Jennifer Lawrence tiene todo aquello que le faltó a Scarlett Johansson para ser la gran actriz que prometía ser; y luego está Amy Adams, probablemente la mejor actriz del panorama actual: un milagro de la alquimia actoral capaz de combinar el control absoluto de su cuerpo y su gesto al tiempo que nos embriaga con esa ilusión de eterna espontaneidad, que vibra gracias a un sustrato de temblorosa fragilidad. Como decíamos, el reparto es triunfal, más aún cuando Bale, Cooper y Adams asumen su condición de alter egos del propio O. Russell, metiéndose en la piel de timadores de guante blanco con un infinito poder de seducción.
Son muchos los argumentos que hacen de 'La gran estafa americana' una película disfrutable. Tenemos, por ejemplo, su vistosa y nostálgica recreación de la época (finales de los 70, principios de los 80): esos pintorescos tupés, las permanentes, los pantalones acampanados… Luego, O. Russell maneja con mano maestra unos diálogos que ostentan el mismo ingenio que las imágenes del filme. Para describir a la arpía manipuladora que tiene por esposa, la voz en off de Bale espeta: "Ella era la Picasso del karate pasivo-agresivo". Y, por último, está la energía con la que el director se apropia del arte scorsesiano del perfecto empalme de imágenes y tonadillas pop. El apogeo de dicho proceder llega en la escena discotequera de turno. Primero, el torbellino de deseo que late entre los personajes de Amy Adams y Bradley Cooper estalla al son extático del 'I Feel Love' de Donna Summer. Los cuerpos se agitan, los cortes de montaje acentúan la fuerza eyaculatoria de los movimientos de cámara… y entonces, cuando Adams se retira al tocador, sin solución de continuidad, irrumpe en escena el estribillo del himno disco 'Don't Leave Me This Way', que inunda el escenario mientras unas luces estroboscópicas abrazan a los personajes.
Para el buen cinéfilo, una escena como la descrita anteriormente es como agua fresca en el gaznate de aquel que acaba de atravesar un desierto, como un apetitoso filete servido a quién decide abandonar una prolongada huelga de hambre, como las notas de una canción de Gershwin para el sordo que puede escuchar por primera vez. Un éxtasis que O. Russell maneja a placer, de forma un tanto cómoda, quizás porque no ha tenido que inventar nada. 'La gran estafa americana' respira como el remake que podría haber hecho Baz Luhrman de 'Uno de los nuestros' o 'Casino'. En la película suena incluso una versión en árabe del 'White Rabbit' de Jefferson Airplane.
Hay un par de momentos en que parece que 'La gran estafa americana' se postule como una parábola del apogeo canalla que ha llevado a Wall Street, Estados Unidos y el mundo al borde de la bancarrota. Los personajes de Bale y Adams serían unos Madoffs a pequeña escala empujados al crimen de altos vuelos por el policía al que da vida Bradley Cooper. Sin embargo, ese sustrato sociopolítico pronto se disuelve entre el amasijo de piruetas formales y narrativas del filme. Lo que importa aquí es imprimir la leyenda del ascenso, caída y redención (el clásico patrón scorsesiano) de unos granujas con mucho ritmo y aún más estilo.
A favor: Un reparto en estado de gracia.
En contra: Su condición de sucedáneo fílmico.