Cuestión de fórmula
por Alejandro G.CalvoLa saga James Bond, en términos generales y con honrosas excepciones -¿Hacemos un Top 5?) Venga: Desde Rusia con amor (1963), James Bond contra Goldfinger (1964), Al servicio secreto de su majestad (1969), GoldenEye (1995), Skyfall (2012)-, se ha articulado sobre una serie de gestos-fetiche que, en el mejor de los casos ha funcionado como un mecanismo meta-fílmico para mayor regocijo del fandom, y en el peor como clichés sobre los que sustentar la acción dramática de la cinta. Desde el autoconsciente reboot que significó Casino Royale (2006), donde la saga se actualizaba cual sistema operativo que había quedado desfasado, acercando su protagonista a la de otras action figures del cine de acción/espías contemporáneo: Jason Bourne, Ethan Hunt, Jack Bauer; el universo Bond parecía haberse estilizado hacia terrenos tanto más espectaculares como pertinentemente más oscuros -si Christopher Nolan reconocía que Al servicio secreto de su majestad era una de las inspiraciones primarias de Origen (2010), también es cierto que su El caballero oscuro (2008) dejaba clara impronta en Skyfall; algo que, por otra parte, Daniel Craig se hartó de negar-. Pero, ¿era esta una evolución significativa del personaje y su obra? Negativo. Una nueva capa de pintura y un acabado más lujoso no escondía que los mecanismos básicos narrativos seguían anclados en los films primigenios de Guy Hamilton, Terence Young y Lewis Gilbert. Es como si las reglas para realizar un film de Bond estuvieran talladas en piedra bíblica. Lo que suponía tanto un lastre como un desafío para una era en que la posmodernidad exige siempre una relectura de las formas existentes en aras a poder mostrar algo, mínimamente, más interesante (la otra forma posible es resultar aún más clasicista que los clásicos, algo sólo al alcance de cineastas más preparados).
Sam Mendes no es ni Quentin Tarantino, ni Todd Haynes. Ni siquiera juega en la liga de Matthew Vaughn, J.J. Abrams o Joss Whedon. Y está a un millón de kilómetros de distancia de Steven Spielberg, Brian DePalma o William Friedkin (como el resto de los mortales). A él, de hecho, lo que le gustaría ser es como Steven Soderbergh o Doug Liman: alguien con el suficiente oficio y personalidad como para poder abordar cualquier género saliendo indemne del mismo y siendo capaz de dejar su firma bordada al final de cada fotograma 4K mostrado. Así, con el corsé apretado que exige seguir paso por paso las reglas básicas de la saga, Mendes nos sorprendió a todos hace tres años con la estupenda Skyfall: dos o tres escenas de acción trepidante (y con un formato dramático bien clásico), un villano ciertamente aterrador (enorme Javier Bardem) y una indagación psicológica en el personaje principal que, tonteando con lo freudiano, logró disparar el interés en ver que podían dar de sí los futuros films de la franquicia.
Spectre es el resultado. En la línea de relectura de la historia de Bond, toca el turno de regresar al corporativismo maléfico de una organización totalitaria cuya intención básica es socavar la humanidad bajo un manto de maldades que abarquen desde el delito a pie de calle al gran acto terrorista-económico que haga subyugar a todo el planeta a sus pies. Lo habitual, vaya. Para ello la repetición de estilemas, gestos y giros argumentales deberían haber servido para poder crear una película que avanzara lo ya mostrado en Skyfall pero, lo cierto, es que pese al indudable bien acabado de las imágenes mostradas, mientras uno ve la película tiene la sensación de que el exprimir la reiteración argumental como principal recurso narrativo acaba ofreciendo lo que viene a entenderse como menos de lo mismo. Quizás sea porque el espectador del año 2015 está saturado hasta las cejas de escenas de acción bigger-than-life -¿me lo parece a mí o cada vez nos aburrimos más frente a la búsqueda desesperada de la espectacularidad?-, quizás porque a día de hoy nos interesan más relecturas cachondas en la línea de Kingsman: Servicio secreto (2014) o verdaderos desafíos que combinen el aliento trágico ribeteado con punchlines cómicas, caso de la perfecta Misión Imposible: Nación secreta (2015). Bajo ese prisma Spectre funciona igual que una reunión de antiguos alumnos de instituto: las caras, las actitudes, las chanzas y las diatribas son las mismas, pero ya no hace tanta gracia, ni interesa tanto. ¿Se nos ha aguado el vodka con martini o es que necesitamos algo más fuerte? ¿Cómo es posible que una actriz de la electricidad de Léa Seydoux resulte tan impávida? ¿Por qué Christoph Waltz tiende a reiterar la misma dialéctica y actitud de siempre? ¿Puede Daniel Craig explotar diferentes registros emocionales manteniendo siempre el mismo rictus fúnebre en el rostro (método Ryan Gosling)? ¿O es simplemente que Spectre arranca demasiado alto -secuencia en Mexico- y luego se va desinflando hasta el rocambolesco cierre final? ¿Estaremos exigiendo demasiado a un modelo de producto claramente delimitado (como hacemos con los films de Marvel, al fin y al cabo)? En todo caso mejor quedarse con las partes más potentes de la cinta: el encuentro de Bond con el cónclave masónico de supervillanos (una forma de hablar), la pelea en el tren, el diálogo con el “Jinete Pálido” a modo de partida de ajedrez condenada...
A favor: Que el mal no son terroristas armados hasta los dientes, sino ejecutivos que gestionan la barbarie como una gran empresa.
En contra: ¿Sólo a mí me horroriza la canción de Sam Smith de los títulos de crédito?