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    Zipi y Zape y el Club de la Canica
    Críticas
    3,0
    Entretenida
    Zipi y Zape y el Club de la Canica

    Inyección de nostalgia aventurera, más Amblin que Bruguera

    por Daniel de Partearroyo

    Cuando Javier Fesser hizo La gran aventura de Mortadelo y Filemón en 2003 no cuesta imaginarle dirigiendo con un gran nubarrón negro sobre la cocorota, símbolo del infausto recuerdo colectivo de otra adaptación de personajes Bruguera en imagen real: Las aventuras de Zipi y Zape (Enrique Guevara, 1982). Aquel despropósito a todos los niveles, hoy en día olvidado salvo como carne de visionados domésticos ricos en enteógenos, se bastó por sí solo para hacer poco apetecible durante décadas la idea de llevar al cine a las criaturas de Josep Escobar más allá del largometraje de animación directo a dvd que en 2005 sirvió como conclusión a una serie animada bastante alejada del espíritu del tebeo original. La adaptación que ahora firma Oskar Santos, director de El mal ajeno (2010), también tiene muy poco que ver con el cómic de partida salvo por el nombre de los dos gemelos protagonistas y su color de pelo, pero el resultado está a años luz de anteriores desaguisados. Zipi y Zape y el club de la canica es una película de aventuras juveniles de lo más entretenida y equiparable sin rubor alguno a títulos clave del género.

    Las referencias que han manejado Oskar Santos y el resto de la producción están claras. En vez de replicar el dibujo claro y sencillo de Escobar y su querencia por tramas domésticas y autocontenidas, Zipi y Zape y el club de la canica apuesta por la pirotecnia y se fija en las grandes producciones de espectáculo juvenil de Hollywood, especialmente las germinadas en los años 80. La película presenta a los dos gemelos de camino al Centro Reeducacional Esperanza, a donde sus padres (quienes están fuera de la historia desde el principio) les han enviado castigados a pasar el verano. El reformatorio, a medio camino entre la Brompton Academy de El secreto de la pirámide (Barry Levinson, 1985) y el Hogwarts de la saga Harry Potter pero con rasgos de internado castrense, es la excusa perfecta para introducir nuevos personajes y convertir al dúo de hermanos en una pandilla de colegas en la línea de Los Goonies (Richard Donner, 1985). Es una buena idea, porque así el protagonismo queda más repartido y la película puede respirar, a pesar de que no se ha renunciado a la tentación de recurrir a arquetipos ya conocidos: el gordo simpático, el esmirriado con gafas, la chica dura. Como decíamos, la película tiene muy claro lo que pretende y hasta donde quiere llegar.

    La historia principal se sirve de un agradecido esquema de misterios y pruebas sucesivas cuya manifestación más reciente podría ser el Torneo de los Tres Magos de Harry Potter y el cáliz de fuego (Mike Newell, 2005), pero que en realidad tiene una rica tradición en la ficción juvenil. Así se mantiene el movimiento interno de la trama, que no deja de avanzar en ningún momento. Cuando se detiene, es para dar un bonito flashback con Álex Angulo como Sebastián Esperanza, fundador de la institución, que quizás sea el momento más brugueriano de todo el filme. Los actores infantiles no pasan de lo correcto, pero hay que destacar el trabajo de Javier Gutiérrez como Falconetti, el malo de la función (parche incluido; es muy difícil que un villano decepcione si lleva parche), abordando con maestría el registro desagradable y llevando cual pincel un uniforme de aspecto falangista que queda como gran acierto de un diseño de producción esforzado y efectivo. Dentro de ese terreno, una última pega nostálgica. Ya que se recurre a utilizar dibujos durante los créditos, no habría estado mal tener algún detalle con el tebeo original de Escobar, más allá de poner una hoja sobre un corcho. Pero es difícil que al público objetivo de la película eso le importe un comino. Bien que hacen.

    A favor: Deja con ganas de secuela; incluso de saga.

    En contra: La inenarrable canción de Cali y El Dandee que atrona al llegar los créditos finales.

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