Un oso amoroso peruano en Londres
por Mario SantiagoEs probable que los fanáticos de Up se alarmen al descubrir que el prólogo de Paddington es un calco pasado de vueltas del arranque de la joya aventurera de Pixar. Sin embargo, pasado el susto inicial, el cinéfilo descubrirá unas cuantas razones para dejarse conquistar por el osezno que da título al film, célebre miembro del panteón de la literatura infantil británica. Protagonista de más de una veintena de libros escritos por Michael Bond e ilustrados por Peggy Fortnum, el oso Paddington es un espécimen más del club de personajes infantiles que observan nuestro extraño mundo civilizado desde una perspectiva asilvestrada –una familia en la que caben desde el Superzorro de Roald Dahl a Babe, el cerdito valiente–. Paddington es el vástago de un clan de osos del “oscuro Perú” que tomó contacto con el universo de las buenas costumbres gracias a un noble aventurero inglés; un encuentro trasatlántico que explica el decoro y el perfecto acento británico del pequeño oso amoroso, cuya dulce y expresiva voz pertenece al actor Ben Whishaw (en la versión original).
Encantadora fábula de personajes caricaturescos, Paddington emplea con brío algunas constantes del cine familiar: un protagonista con carisma pero lo suficientemente reservado como para erigirse en espejo de su turbulento entorno; una familia excéntrica que aún encanto y disfuncionalidad; aventuras en la gran ciudad –en este caso, un Londres imaginario que a ratos parece salido de ‘Mary Poppins’–; y una villana de altura: una Nicole Kidman que, lejos de la naturalidad de antaño, se entrega con seductora malicia a una reinvención histriónica del personaje de Cruella de Vil. Un feliz cóctel familiar endulzado con buenas dosis de humor absurdo; una comicidad que exprime a fondo la torpeza de Paddington, convertido en más de una ocasión en una especie de versión osezna de Mr. Bean.
Superado el exceso de empalagosa moralina que estalla en la parte final del film, vale la pena destacar el rasgo formal más sorprendente de Paddington. Demostrando una elogiable ambición estilística, el director Paul King –responsable de la comedia Bunny and the Bull– utiliza el manierismo barroco de Wes Anderson como molde estético para las escenas más deslumbrantes del film. Colocando la cámara sobre una grúa adepta a las composiciones frontales, las imponentes panorámicas y los ángulos rectos, King convierte una típica casa apareada londinense en una abarrotada casa de muñecas tamaño XXL. Se emparentan rigidez británica y tipología andersoniana, y los decorados se convierten en una clara exposición del mundo interior de los personajes. Un arriesgado dispositivo escénico que no desentona en un contexto expresivo marcado por la artificiosidad y la fantasía. Que King consiga incorporar la personalidad visual de Anderson a un producto familiar mainstream sin traicionar el espíritu excéntrico del autor de El gran Hotel Budapest debería ser considerado un logro no menor.
A favor: El equilibrio entre caricatura y emotividad.
En contra: Unas soportables dosis de sentimentalismo.