El origen de las especies
por Manuel PiñónHan tenido que pasar cinco años para que empiece a cobrar sentido una de las decisiones más arriesgadas que ha tomado Ridley Scott en su carrera. ¿Regresar a la ciencia-ficción después de una eternidad haciendo películas en las que lo único que parecía repetirse era la presencia de Russell Crowe? ¿Competir desde su condición de veterano en un mercado de blockbusters que no respetan más galones que los millones del primer fin de semana? ¿Indagar en los orígenes de su criatura más querida y temida? Todo eso lo tenía bajo control. Lo que iba a ser muy complicado de explicar era por qué demonios no aparecía la palabra “alien” en el título de lo que se había anunciado como “la precuela de Alien”. La palabra clave era “coherencia”. Prometheus formaba parte de esa cronología, estaba situada 30 años antes de que Ripley se enfrente a su primer xenomorfo a calzón quitado, pero eso no significaba que tuviera que ser necesariamente una película de Alien. Mismo universo, sí, pero el foco estaba en otra parte.
Escritas ya las primeras páginas de este Antiguo Testamento, que comprimía como podía sus buenos Génesis, Éxodo, Deuteremonio y Revelaciones, Scott ya se ha visto con vía libre para acercarse en el tiempo y el espacio al Alien primigenio. Tiene una tripulación en la que el factor humano se subraya, el discurso nietzschiano se rebaja unos puntos –los que toma prestados el leitmotif wagneriano de fondo– y, venga, va, por fin hay unos aliens a los que disparar ráfagas descontroladas. Por decirlo de un modo gráfico, la humanidad de Alien, el octavo pasajero ha hecho una parada para repostar en la megalomanía de Prometheus.
Quizá por eso, por ese esfuerzo que Scott hace por recolocar la historia en la perspectiva humana, lo más desconcertante de Alien: Covenant sea la ausencia de una presentación formal de sus tripulantes. O mucho material se ha quedado fuera en el montaje para no superar las dos horas, o realmente ha confiado tanto como lo hizo en su día con el reparto original de que el carisma de sus actores sería suficiente para rellenar los huecos. En cualquier caso, Katherine Waterston no necesita demasiado para convertirse en una muy digna heredera (¿mejor predecesora?) de Ripley. Hace todo lo que se espera de ella: intenta prevenir el desastre, es la primera que lo entiende y la única con lo necesario para afrontarlo. Las escenas en las que se enfrenta al bicho tienen tanta fuerza que no les falta ni un mal “aléjate de ella, puerca”.
Menos alienante y más alien que Prometheus, el discurso divino sobre la creación sigue teniendo mucho peso. Pero todo lo más arduo y pesado ya quedó dicho, así que es normal que esta vez desemboque en acción. Sigue habiendo frases, prácticamente cualquiera de las que pronuncia un Michael Fassbender que se lo está pasando realmente bien. Sus diálogos parecen haberse grabado en piedra más que escrito en ordenador, y es obvio que a Scott le interesa más acercar su dedo al Padre que cruzarse con los contemporáneos de Ripley. Es comprensible, y tampoco se pasa. Por ejemplo, a George Lucas le apetecía más legitimarse hablando de sistemas políticos que de cómo se fabricaban espadas láser. La hoja de ruta ya está escrita, el público puede hibernar ¿tranquilo? –¡vaya final!– y la saga se dirige al lugar que siempre quisimos llegar.
A favor: Ridley Scott ha rebajado el tono metafísico y aumentado la carga física de Prometheus.
En contra: No te dará tiempo a quedarte con el nombre ni la cara de muchos tripulantes. Y sí, ese de ahí es James Franco.