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    El hobbit: La batalla de los cinco ejércitos
    Críticas
    3,0
    Entretenida
    El hobbit: La batalla de los cinco ejércitos

    La ópera del Hobbit

    por Gonzalo de Pedro

    Todo empezó en un libro relativamente fino que Peter Jackson decidió convertir en una trilogía de películas, cada una de una duración extrema. Una operación, entre lo comercial y lo devoto-fanático que pasa, paradójicamente, por la reescritura libre de la letra de Tolkien para conservar al máximo su espíritu. Ya lo explicó Alejandro G. Calvo en su crítica de la anterior entrega: Jackson no solo adapta sino que inventa, añade, o elimina, en una muestra no solo de su libertad creadora (maldita la hora en que alguien dijo que las adaptaciones habían de ser fieles a las fuentes originales), sino de cómo ha sabido adueñarse del espíritu de Tolkien en un trabajo que es al mismo tiempo libre y personal y respetuoso hasta el extremo.

    Esta tercera y última entrega de la trilogía del Hobbit supone la culminación de las ambiciones del Jackson más espectacular, capaz en esta ocasión de orquestar una batalla de 45 minutos de duración, entre los 5 ejércitos del título, sin desfallecer. Un tour de force en el que Jackson da muestras de su dominio del tempo narrativo y el lenguaje audiovisual más clásico, puesto al servicio de un espectáculo puramente contemporáneo y digital: lejos del cine de atracciones de otros productos de Hollywood, fascinados por la parte casi más abstracta del movimiento, Jackson construye su relato con orden y una planificación audiovisual tradicional (que no conservadora), puesta al servicio de un objetivo mayor, el de sostener un in crescendo casi perpetuo sin que el espectador se desoriente. Y no es menor: el dominio del espacio escénico que demuestra Jackson en esta ópera casi wagneriana, una orgía de monstruos, ejércitos, criaturas feroces y diversos escenarios al mismo tiempo es superior, y esa larguísima secuencia, que habrá que estudiar detenidamente en su construcción, supone el corazón de la película, y quizás su objetivo último: ahí se condensan las ambiciones de Jackson como creador, y también las obsesiones y señas de identidad de la saga entera (contando también la Trilogía del Anillo): un barroquismo exacerbado, bien lejos de aquel minimalismo que pareció imponerse en el cine contemporáneo hace ya no tanto. Jackson, de alguna manera, es un avanzado a su tiempo, y hace ya años anunció lo que hoy está pasando: la vuelta de un rococó cinematográfico, señal inequívoca de la crisis y la encrucijada de lo audiovisual.

    En lo narrativo, la película no ofrece grandes sorpresas, y siendo estrictos (y aun a riesgo del linchamiento por parte de los más fanáticos), hay algo de intercambiable en todas las películas de la saga: todas juegan con los mismos elementos, y tras seis películas en torno a ese mundo sólido y bien definido, es casi inevitable sentir algo de agotamiento, una cierta sensación de déjà vu que Jackson trata de evitar por la vía de la acumulación y el exceso. Sin embargo, hay algo fascinante en esa carrera loca por la autosuperación, por el no va más, por la innovación dentro de las reglas autoimpuestas: cómo Jackson, que bebe de una fuente profundamente clásica como es el trabajo de Tolkien, ha terminado encontrándose con uno de los límites a la vez más rígidos y sin embargo más fructíferos del audiovisual contemporáneo: el videjouego. En ese afán de auto-superación y de profecía autocumplida, Jackson ha dejado atrás el rodaje en 35 mm de la primera trilogía para abrazar con furor el rodaje en HD de altísima definición, lo que, paradojicamente o no, convierte a la trilogía del Hobbit en un mundo cada vez más lejano e inaccesible, el de las nubes de píxeles que, en su definición extrema, se alejan de lo que consideramos una representación realista para abrir un abismo entre la pantalla y el espectador. La tecnología digital, llamada a reproducir el mundo tal cual es, se convierte en manos de Jackson en la puerta hacia el universo digital, y termina emparentándose con un lenguaje y una estética más próxima a los videojuegos, a la realidad virtual, que a un mundo (im)posible. Ese giro, esa evolución hacia el mundo de lo interactivo e irreal tiene su equivalente en la estructura de la propia película, que es, ahora sí, la de un videojuego en modo multiplayer, con su estructura arbórea de pantallas sucesivas y villanos cada vez más poderosos. De alguna manera, en ese viaje al mismo tiempo hacia el futuro y el pasado, asistir al trabajo cada vez más extremo de Jackson tiene que ser el equivalente contemporáneo de las grandes producciones operísticas del siglo XVIII ó XIX: un espectáculo contenido en sí mismo, con sus propios códigos, capaz de aunar lo más elevado y lo más mundano, lo infinito y lo local, lo enorme y lo pequeño.

    A favor: Su larguísima secuencia central, de una solidez irreprochable.

    En contra: Su rigor y fidelidad a sí mismo, que pueden leerse como caída en la repetición.

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