Afueras de París. 1960. La película, en blanco y negro, arranca con los faros de un coche que, como dos destellantes ojos, iluminan con dificultad una tortuosa carretera secundaria en una noche desapacible. Los títulos de crédito se suceden bajo los acordes de un vals casi carnavalesco, obra de Maurice Jarre.
Este juego de contrastes será una de las señas de identidad del excepcional film de Georges Franju. A modo de imagen especular de lo humano, el bien, la obsesión y lo feo iremos confrontando lo animal, el mal, la libertad y la belleza. El espejo —y su reflejo, como proyección invertida de la realidad— está muy presente a lo largo del metraje; incluso cuando aparece cubierta su superficie por un panel de madera que lo convierte en algo inservible; quizá, en un cuadro negro sin fondo. Y precisamente un cuadro, este sí pintado sobre tela, que cuelga en una de las paredes de la mansión de la 'extraña' familia protagonista del film, será la viva imagen del último fotograma de "Los ojos sin rostro".
Una cinta de una hermosura terrorífica, de una inocencia malsana y, también, de ese escalofrío que se abre paso —en este caso, con precisión quirúrgica— en la psique de los seres más racionales y vulnerables cuando todo se derrumba.
Una obra a reivindicar, que dejó una cicatriz soterrada pero palpable en todo el cine de terror posterior.
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