Imposible cerrar la ventana
por Gonzalo de PedroHoy ya lo sabemos: todo lo que escribimos en internet (incluso lo que escribimos y no publicamos), todo lo que decimos, comentamos, las fotos que compartimos, los chistes que enviamos, las llamadas que hacemos, en definitiva, nuestra identidad virtual (¿y acaso hay otra?) pasa a formar parte de esa inmensa esfera en la que lo privado se diluye con lo público, y las vidas dejan de ser nuestras para ser información, datos, armas, en manos de corporaciones, gobiernos, hackers, locos.
Revisitando el clásico de Alfred Hitchcock La ventana indiscreta (1954), Nacho Vigalondo ha compuesto una sinfonía digital en la que todo parece sonar a la vez y, al mismo tiempo, todo parece moverse en cualquier dirección, sin más orden que la propia entropía digital: un flujo constante de imágenes, datos, mensajes, llamadas y ventanas que se superponen formando un todo matemático de unos y ceros que terminan componiendo una distopía (acaso no tan distante, acaso no tan lejana) de ese abismo digital en el que vivimos envueltos. Pegando, de forma casi literal, la cámara a la pantalla de un ordenador, Vigalondo ha rodado la primera película de la era post-Youtube: ya no se trata solo del flujo constante de imágenes e informaciones, del zappeo, del relato asincopado y sin fin, sino de un mundo en el que los relatos, verídicos, de Edward Snowden corren el riesgo de quedar como cuentos de monjas para asustar a los niños pobres. Porque las ventanas abiertas del título, esas por las que espiamos a los vecinos, son también aquellas por las que nos espían. Como aquel momento en la película de Hitchcock en el que el vecino descubría a James Stewart espiándole por la ventana, las ventanas digitales son un arma de doble filo: sirven para ver y ser vistos, para salir, pero también para dejar entrar. Y además, de forma terroríficamente real.
Y así, la tercera película de Vigalondo, ese cineasta al que en España nadie toma en serio, más conocido por sus bromas en Twitter que por su trabajo tras la cámara, se convierte en una versión hipervitaminada, esteróidica y digitalizada del mundo de la sospecha y el espionaje que Hitchcock planteaba en 1954. Y sin ser un remake explícito, es obvio que Vigalondo juega con el referente de la película que mejor habló de la pulsión escópica, el deseo imperioso de mirar, como construcción de relatos y, al mismo tiempo, como sublimación del deseo sexual, de las pasiones más oscuras, de las necesidades más básicas. Si en Los cronocrímenes, el protagonista se veía envuelto en un sinsentido espacio-temporal por la turbación que le produce la visión de una mujer desnuda y su afán por verla de cerca, en Open Windows es también el deseo de ver lo que permanece invisible lo que desata este rompecabezas sobre el consumo desaforado de imágenes, y sus interferencias con el mundo real. Con momentos realmente brillantes, y una vocación de riesgo inaudita para los estándares de un cine español industrial acomodado en su propia desidia, Vigalondo ha compuesto una película que se descompone, quien sabe si de forma consciente, conforme avanza su relato, como si fuera el fruto de una navegación esquizoide por internet, de enlace a enlace, de pantalla en pantalla, hasta perder el norte. Y así, las propias imágenes de la película, en su tramo final, se convierten en un remedo imposible en un 3D cubista de aquello que pensábamos que eran las verdaderas imágenes. Al final, ni Sasha Grey ni Elijah Wood, o sus equivalentes en la ficción, son más que sumas de capas, ventanas, vectores y números que se descomponen en nuestra pantalla.
A favor: La capacidad de inventarse una forma que supera lo imaginable para ser terriblemente real.
En contra: La vocación de exceso, que puede terminar por consumir la película sobre sí misma.