Sencillez de crónica sobre un más allá de sobresaliente ambientación; técnicamente soberbia, de narrativa floja.
“En el amor no hay lugar para la perfección”, pero aquí te cansas de observar tanta perfección estética de tan poco atractivo argumental, porque es lenta y lo que cuenta apenas seduce, aparte de la obsesión por el rojo y unos monstruos que, más que miedo, dan risa sincera e irónica por lo bello del montaje pero la debilidad efectiva de su andante práctica.
La casa de los horrores de los hermanos “monster”, con ascensor incluido y agujero en el techo para hacerla más tétrica y siniestra, donde cada espeluznante habitación esconde un vil secreto, cuya esencia y contenido no vas a estar ansiosa por conocer, por el que no te mueres de curiosidad ni desfalleces de intriga, gótico estilo, de vestidura y alma edgariana -con el permiso, jamás concedido, de Allan Poe-, burtoniana si se prefiere, que encanta a la vista pero deja desnutrido al resto del cuerpo; entonces ¿qué hacemos con los demás famélicos sentidos, hermanos de la glotona visión, a su suerte abandonados?
“Quizás sólo percibamos las cosas cuando estamos preparados para verlas”, cierto es pero la mente se agota de esperar recibir un alimento que nunca llega, es impresionante seguir las imágenes, hermoso adorar y visionar tan espectacular artístico cuadro pero no hay cavilaciones que motiven a la razón, que la instiguen a involucrarse, únicamente un cuento que no inspira ni emociona ni aterra, un horror por amor que no devora, ni crea tenebrosidad ni carcome por dentro, romance que no complementa ni sustenta tan meticulosa y minuciosa imagen, donde “valoramos los esfuerzos, no los privilegios” ya que sales convencido de la espectacular performance, menor gratitud hacia la leyenda del relato.
“Tranquila querida, todo el mundo tiene su lugar”, y es evidente que Guillermo del Toro se ha cuidado de ello, de reservarle esplendor, mimo y detalle a cada uno de los participantes, perfección visual en cada esquina, rincón y fotograma, fascinación de conjunto que enloquece por la exquisitez conseguida, sólo que ¿suficiente con la maravilla de fotografía?, porque son casi dos horas, 119 minutos para ser exactos, donde vas a vivir de un único consumo, la excelencia de un porte que cuenta con poco más.
“Los fantasmas existen, de eso estoy segura” y yo estoy segura de que no sois vos, soy yo, un guión poco aleccionado para crear terror, interés o un ápice de cariño y apego por su historia romántica, tragedia que no trasciende, sólo deambula de pobre compañero de baile de una elegante y delicada dama, de movimientos sutiles e inocente corazón que suspira, trabaja y se desvive por tu aplaudida consideración y estima, pero donde sólo obtiene el respeto por su sublime rostro de perfil y composición magistral, el resto es añadido que falla pues ayuda poco en su receptividad y ganas.
No te atreves a decir que te aburres, te da pena usar tan dictatorial palabra porque la pantalla está, en todo momento, con gusto y excelencia decorada, pero en el fondo, un poco -seamos condescencientes- si que te aburres, pues una joya, obra de arte se contempla, es cierto, pero para ser completa debe comunicarse con su observador, transmitirle sensaciones que la personalicen y hagan suya, que permitan sentir al mismo que respira y habla por lograr su atención, respeto y afecto, por esa subjetividad exclusiva que cada cual siente; aquí, la cumbre escarlata lo es de colorido, corte y confección, de pasarela para portada de cartel y revista, ideal para tráiler de escasos minutos donde resalta, con poder y fuera, su tonalidad, vestuario y matices; como mansión encantada, cúspide del miedo y pánico, esplendor de frialdad y malévolos actos..., digamos simplemente que la fábula es majestuosa invención de preciosa presencia..., dejemos el resto.