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    Locke
    Críticas
    4,0
    Muy buena
    Locke

    Vehículo de lucimiento para Tom Hardy

    por Daniel de Partearroyo

    En los últimos años hemos asistido a un pequeño auge de dramas unipersonales con protagonistas atrapados en un entorno opresivo donde su supervivencia es el principal factor en juego. Ya sea dentro de un ataúd —Buried (Rodrigo Cortés, 2010)—, en el fondo de un cañón —127 horas (Danny Boyle, 2010)—, en una barca a la deriva —La vida de Pi (Ang Lee, 2012)—, flotando en el espacio exterior —Gravity (Alfonso Cuarón, 2013)— o en un barco dañado —Cuando todo está perdido (J.C. Chandor, 2013)—, los personajes de estos filmes están aislados, desprotegidos y en batalla a muerte contra la fatalidad que parece tenerles reservada el destino. Su obcecación rebelde contra la situación en la que se encuentran es lo que fortalece sus relatos en pos de la vida. El protagonista de Locke tampoco abandona el mismo espacio reducido —el asiento de conductor de su coche BMW— durante los 85 minutos de metraje y su convicción es tan sólida y rotunda como la de cualquiera de los anteriores, pero en vez de luchar por la supervivencia frente a una conspiración de los elementos naturales para hacerle la puñeta, su objetivo es asumir las consecuencias de una decisión tomada por él mismo.

    Ahí reside la gran diferencia entre esas historias de supervivencia confinada y la segunda película de Steven Knight como guionista y director. Locke es una pieza de cámara sobre ruedas en la que el cineasta británico acompaña a un Tom Hardy mayúsculo durante el trayecto automovilístico más determinante de su vida. El actor mastica con firmeza y acento galés un papel omnipresente en pantalla como un veterano constructor que sólo cuenta con el teléfono manoslibres de su coche para mantenerse en contacto con las distintas piezas de su vida, familiar y laboral, que van derrumbándose a medida que avanza kilómetros. Mientras, él sólo puede conducir. Y ni siquiera lo hace para salvarse. El coche es la fortaleza/útero donde tiene todo el control —hasta el tráfico le beneficia—, pero también un límite evidente que le recuerda constantemente la imposibilidad de salir triunfal de la situación en la que está metido.

    Resulta admirable cómo ni Knight ni Hardy se excedan con los aspectos más espectaculares o proclives al lucimiento efectista presentes en el planteamiento narrativo de Locke. El guión nunca fuerza la tragedia más allá del debate emocional que tiene lugar en la mente del protagonista — ayuda mucho que la decisión más importante del filme ya esté tomada antes de comenzar—. La cámara captura con fluidez y sofisticación el viaje sin distraerse explorando ninguna geografía —el coche, la carretera, las luces del tráfico— que no sean los cambios en el rostro del conductor o sus manos al volante. Por último, el actor hace un trabajo sobresaliente al partir desde una indiferencia dramática que, cuando llega la conclusión irrevocable, viste de verdad la avalancha de emociones que marcan el final del trayecto. Se bajará del coche un hombre completamente distinto al que entró en él, pero en vez de trazar un arco dramático con su evolución, Locke sólo nos brinda la frialdad de los hechos y los daños colaterales en off. Un ejercicio de despojamiento admirable y lleno de detalles simbólicos —no son casuales ni el acento ni la profesión del protagonista, así como los nombres que aparecen en su agenda o la forma ovoide del interior del coche— de esos que enriquecen cualquier viaje de vuelta.

    A favor: Las interpretaciones de voz de Ruth Wilson, Olivia Colman y Andrew Scott a través del teléfono.

    En contra: La única concesión explícita en la que cae Knight, cuando Hardy habla por el retrovisor con el fantasma que lo atenaza. No hacía ninguna falta y vulgariza la película.

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